Plantas heredadas
"Tengo la vitamina D que decir tengo es una exageración". Quince minutos diarios al sol en el balcón orientado a Levante a eso de las 10.30 a.m, a ver si remonta.
A mirar las plantas, tan sanas, tan históricas, en distintos tiestos, en jardineras monísimas tras una intervención de la patrulla familiar que ha puesto orden. Comienzan los recuerdos.
La de la esquina, una preciosa drácena, tiene más de 20 años. Cruzó media península, ha estado al borde del abismo varias veces, pero renace con tallitos nuevos. Los que disfruto hoy son bisnietos de la que conocí.
La jardinera del frente ha visto pasar varias generaciones de mi familia. Las piedrecitas que hay, fueron colocadas por mi hermana. Los ojos me hacen lucecitas cuando veo tan sano y oloroso el incienso, lleva siguiéndome desde hace años y tiene ya sello de autor. La de esquejes que han ido y venido del tiesto a la jardinera y de la jardinera al tiesto.
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Las macetas del suelo van a reventar un día de estos, no le cabe un familiar más al aloe, y eso que ya hicimos un apartheid. Están a punto de convocar unas elecciones para declararse país independiente.
La flor de nácar lleva en mi vida precisamente eso, mi vida. Origen: mi madre; mantenimiento y procreación mi hermana Aurelia y mi hermano Pepe; y ya, para rizar el rizo, mi sobrina María amolgonando (yo no sé si este palabro existe, pero así decían mi madre y mi hermana) la guía de esta planta y una vez enraizada… ¡toma bonita maceta y…van veinte!
A la derecha los sempiternos y colonizadores Kalanchoes, crecen y crecen, pero… ¡Puff! los trajimos de “Casa Miranda” en Tazona y tienen su historia.
A la izquierda, otra jardinera con distintas crassulas, he perdido la partida de nacimiento, pero le “veo” las caras familiares, a ellas y a las Sansevierias que se cobijan junto a ellas.
Sonrío añorando las cintas en el vasito de la cocina gestionando sus raíces. El amor de hombre o judíos errantes pintando de morado el balcón. El boniato, la media patata o el hueso de aguacate asaeteado por cuatro palillos agonizando cual San Sebastián. Las violetas en un pequeño y adorable jarroncito.
Dos macetas de buen tamaño esconden varios bulbos, se acerca la primavera… Oh ¿Qué será, qué será? ¿Jacinto? ¿Peonia? ¿Tulipanes? El misterio se resolverá o no. ¿Saldrá algo? Ojalá sea una peonía. La de veces que en la historia familiar hemos intentado ser queridos por ellas y nada, no hay forma.
Abajo a la izquierda un bonsái, regalo de grandes amigas, que ha incrementado el patrimonio heredable.
Yo les explico que de aquí no se mueven si no es a espacio conocido y familiar. Cualquiera se atreve a desprenderse de ellas. Tenemos un mercado emocional de esquejes, cebollas o bulbos, raíjos, simientes y otros tallos que resulta hasta ilegal. De La Alcayna o del barrio del Carmen a este balcón, de este balcón al balcón de María, del balcón de María a El Berro, de allí a Los Vientos, de los Vientos a la Quinta, de la Quinta al balcón… ¡Policía despistada! ¡Más cruces que las criptomonedas con sus bloques y sus mineros!
Drácena, incienso, nácar o flor de cera, crassulas, sansevierias, aloe, amor de hombre. ¿Quién quiere otra herencia? Las propiedades traen problemas, los dineros discusiones.
Las matas te tienen enganchada toda la vida. Se te encoge el brazo cuando le pegas un tijeretazo al tallo rebelde; sufres cuando, sin querer, se rompe un raíjo; miras con cara de pocos amigos a la “beneficiaria” de la enésima generación del tallo. Todo está dicho en un gesto: “Como te la cargues por exceso de riego o la seques… estás muerta”.
Cuando hundes las manos en la tierra ves tu herencia. Sonrío.
En voz alta les digo: “A ver si nos toca una primitiva y nos vamos todas a un terrenito donde podáis campar sin fronteras de balcón de ciudad”
Ha pasado más de media hora, digo yo que alguna vitamina D habré acumulado.



