Estudio y comportamiento de la masa en fiestas
Escribo estas ‘Letras encadenadas’ una plácida y tranquila mañana de abril. El suave canto de los pajarillos entra por mi ventana y mi gato Maximiliano descansa junto a mí. Adoro la tranquilidad y el silencio, por eso estas palabras se las dedico a la masa. Esto es cultura. Cultura popular, folklore o fiestas sin control como las que hemos vivido recientemente. Y, yo me pregunto el porqué del gusto por el ruido y el amontonamiento desmedido de la gente en la calle mientras toma un brebaje, por llamarlo de alguna forma, en vaso de plástico. La masa no tiene límites, ocupa aviones, aeropuertos, conciertos de verano, estadios, playas y carreteras. Se siente impune en compañía. Grita, insulta. La masa es feliz y se siente protegida entre sus iguales.
Los que me conocen bien, saben que si fuera concejala de fiestas, no habría fiestas, luego no existiría la concejalía, y yo tampoco sería concejala. Y todos contentos. Bueno, yo. Y no habría alcalde porque sin un programa de festejos de postín, aquí no sale elegido ni Blas.
Las fiestas a las que me refiero son las llamadas de Primavera, que se celebran anualmente en la ciudad de Murcia al término de la Semana Santa, pero esto que voy a comentar lo hago extensible a cualquier otra ciudad española en pleno arrebato festivo. Será por fiestas...
Estas celebraciones sirven para que buena parte de los ciudadanos emigre a otro lugar. Son dos semanas de bloqueo circulatorio y peatonal. Aquí incluyo la Semana Santa con sus 30 procesiones diarias, y es que la masa también se apelotona para ver en procesión al hijo, al vecino, al hijo del vecino, al nieto del vecino del vecino y a un sinfín de vecinos que reparten caramelos para alegría de todos. Pero, y qué decir de las malas caras de los que tienen una confortable silla de madera situada en zonas casi de paso, no se levantan aunque caiga una bomba nuclear. Si es que no hay nada como pasar una noche al fresco, comiendo pipas a la espera de que llegue el amigo del nieto del vecino y te regale un huevo o una mona. Porque esa es otra, no hay nada que guste más a la masa que algo regalado. Luego está el ciudadano despistado que quiere cruzar por algún sitio y no puede. La tensión crece. Se respira. Se palpa. Se visualiza. Entonces el vecino acomodado, el que tiene silla, eso es símbolo de estatus, que acude a ver en procesión al hijo del vecino del vecino del vecino, estalla en una cascada de insultos e improperios contra el vecino distraído que pasaba por ahí, y que se encuentra preso de un ataque de ansiedad porque no sabe cómo salir del laberinto de tambores e hijos de vecinos de vecinos vestidos con coloridos trajes y capirotes (esto no se entiende fuera, es muy peculiar). Al final se establecen discusiones sin fuste para tan sagradas fechas. Supongo que después irán todos a confesarse y aquí paz y mañana gloria.
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Todo esto lo cuento como si no lo hubiera vivido nunca o, mejor dicho, sufrido. Este año, por circunstancias, he tenido que callejear mucho más de lo habitual por todo el centro ciudad. He transitado por calles de las que ignoraba su existencia intentando evitar a la masa. El regalo ha sido una neumonía, otro año enfermé de Covid…las masas me atacan.
Una tarde, concretamente la del entierro de la sardina, cuando Alfonso X y alrededores estaba en pleno éxtasis festivo, es decir, repleto de masa deseosa de disfrutar de los tambores, pitos y disfraces sardineros, no se me ocurre otra idea que entrar en una conocida pastelería de Jaime I. El objetivo era adquirir unos pastelicos de ‘canne’, para un paciente muy especial recién operado. La tensión de la que hablaba más arriba esa tarde estaba viva. Se respiraba. Y, de repente, sin venir a cuento, me llevé una ráfaga de insultos por aquello de quién entra o sale primero de un establecimiento abarrotado. A ver, ¿es que hay que explicarlo todo? Una tarde del entierro de la sardina, fiesta solemne y fina donde las haya, no se puede salir estresada a la calle. Señora, quédese en casa, relájese y deje los pasteles para otro día, pero no moleste gratuitamente que para eso ya están los de la calle, la masa, reventando y “mojando” la ciudad con líquidos varios.
Otra cosa que gusta mucho a la masa es eso de apretujarse, sentir las gotas de sudor mientras bailan a ritmo de ‘chumba-chumba’ y hablar a gritos exhalando fluidos. Las bacterias están felices, viven su particular fiesta y se multiplican, ahí encuentran su caldo de cultivo: en la masa.
Entiéndase que me encuentro bajo los efectos de una potente medicación que me está provocando un estado de confusión mental transitoria. Estoy liberando poco a poco la presión pulmonar fruto del festín bacteriano inhalado entre la masa. Cuando esté lucida seré más empática con el tema que ha ocupado este escrito. Por cierto, la masa nos hubiera quemado con mucho gusto a Maxi y a mí con la sardina, la hoguera que vi desde un sitio privilegiado me hizo pensar en la Edad Media y en las brujas. La infección ya me estaba trastornando. Si es que no me he perdido nada. Finalizo comentando algo que siempre me ha hecho mucha gracia: cuando se habla de masa siempre nos referimos a los demás, porque yo, yo no soy masa. Ea.



