Domingo, 07 de Septiembre de 2025
Diario de Economía de la Región de Murcia
OPINIÓNLotería para sanidad y educación
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Juan Ignacio Cortés Guardiola

Lotería para sanidad y educación


En 1759 fallecía Fernando VI, sucedido al frente de la Corona hispana por su hermanastro Carlos III (tercero también de los hijos del primer Borbón de nuestra historia, Felipe V, en acceder al trono: el otro en discordia había sido el efímero Luis I, en 1724). El nuevo monarca llegaba con los deberes hechos para dirigir el aún vivo Imperio español, tras ejercer desde 1734 su pasantía como rey de Nápoles y Sicilia.

 

Precisamente, de tierras italianas iba a importar Carlos III la lotto, algo que allí llevaba casi un siglo sentando cátedra. El 30 de septiembre de 1763 aprobaba un decreto que encerraba cierta paradoja, ya que, al mismo tiempo que prohibía los juegos de azar, instauraba la llamada Lotería de Madrid. Para justificar este contrasentido, se adujo que sus dividendos irían destinados a hospitales y otras obras pías (motivo por el cual se conocería popularmente como Beneficiata). Sin embargo, la realidad era mucho más prosaica, pues el marqués de Esquilache, ministro de Hacienda y muñidor de la idea, no buscaba sino cuadrar las escuálidas cuentas públicas mediante la obtención de ingresos extraordinarios.

 

En cierto sentido, su funcionamiento se asemejaba al de la actual lotería primitiva, aunque bastante más difícil de entender (de ahí que hubiera de publicarse una Demostración, en que se dà un méthodo facil para jugar en la Nueva Lotería de Madrid, con todas las noticias que la pertenecen, un tocho infumable a modo de instrucciones). Básicamente, se trataba de noventa bolas numeradas que se incrustaban en un arca, de la que se sacaban cinco. Las opciones de juego eran varias: con el extracto simple, el apostante ganaba si uno de los números insaculados era el que él había elegido; el extracto determinado precisaba atinar con un número y su orden de salida; el ambo requería descubrir dos números; y en el terno, el dotado con lo que hogaño sería el gordo, triunfaba quien adivinara tres números. 

 

El primer sorteo de aquella antigua lotería se celebró el 10 de diciembre de 1763. Se recaudaron casi 190.000 reales, de los que 30.000 se repartieron entre los agraciados. Descontados otros gastos, el Estado se embolsó cerca de 135.000. En definitiva, una auténtica bicoca, si bien el sistema tenía una peligrosa grieta que podía matar a la gallina de los huevos de oro: en vez de asignarse a premios un porcentaje de la recaudación, eran fijos en función del juego elegido. Dicho de forma más técnica: el Tesoro podía palmar mucha pasta si salían números muy demandados, ya que, para más inri, el valor de la apuesta no estaba establecido por las autoridades, sino que eran los jugadores quienes decidían la cantidad que querían arriesgar. 

 

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Quizá esa fuera la razón por la que, a finales de 1811, surgió la Lotería Nacional, cuyo bautismo tuvo lugar el 4 de marzo de 1812 en Cádiz, pocos días antes de promulgarse La Pepa. El 18 de diciembre de ese año se inauguraban los sorteos de Navidad, aunque no recibirían tal nombre hasta 1892. Y así se ha llegado hasta hoy en día, en que se ponen a la venta el equivalente a 3.860 millones de euros. Como quiera que solo se reparte en premios el 70 % de lo recaudado, Hacienda podría meterse en la buchaca hasta 1.158 millones de euros

 

Pero ahí no acaba la cosa. Para compensar las comisiones que el Estado ha de pagar a las administraciones de lotería por la venta de billetes (un 4% por cada décimo) y el abono de premios (entre un 2,5% y un 1,25% de los mismos), en 2013 se sacó un último conejo de la chistera: una retención del 20% a partir de 40.000 euros. Es decir, que si nos toca el gordo (400.000 euros al décimo), únicamente veremos en el banco 328.000 euros. 

 

Este asalto a mano armada se lo debemos al Gobierno de Mariano Rajoy y a su ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro. Y ni qué decir tiene, ha sido mantenido por su homóloga y cuasihomónima socialista actual. Tanto monta, que para eso de exprimir al contribuyente no hay diferencias ni divergencias entre unos y otros. Es más, a ambos, peperos y sociatas, se les llena la boca con las bondades que harán después con tan ingente recaudación: de manera similar a lo que sucedía con la Beneficiata de Carlos III, aseguran que irá destinada a pagar la sanidad y la educación públicas. No para sufragar mariscadas a vagos y maleantes, no para subvencionar películas que nadie ve, no para financiar las paguicas de los menas, no para alimentar a asociaciones que nos confirmen que la Guerra Civil aún sigue librándose, no para cubrir de platino a oenegés que nos explican que el frío de diciembre y el calor de agosto se deben al cambio climático, no para patrocinar a colectivos que aleccionarán a nuestros hijos sobre la perversidad que significa ser heterosexuales ni tampoco, en fin, para llenarle los bolsillos a tantos miles de paniaguados que viven del erario sin saber dónde tienen la mano izquierda y dónde la derecha. Nada de eso: la recaudación irá destinada a la sanidad y la educación… públicas, se me olvidaba (que es donde menos posibilidades hay de hacer el egipcio, como está demostrado pese a los bulos de Aldama).

 

De verdad, dan ganas de quedarse en casa y no comprar ni un décimo. Pero seamos sinceros: ¿quién se resiste a la tentación de poder decirle a tu jefe tururú el 23 de diciembre? Aunque ello nos cueste 72.000 euros (que aún no lo he dicho, luego irán destinados íntegramente a costear la sanidad y la educación públicas).

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