Silvio partido en dos
Silvio Rodríguez es la guitarra solitaria del joven soldado, pecosa y discreta, y querría cantar solamente para sí mismo, encapuchado. Pero está al alcance de todos los bolsillos, pues no cuesta nada mirarse para adentro.
Si mira un poco afuera, se detiene, surfeando sobre contradicciones, cantando, aunque la ciudad se derrumbe. Entiende perfectamente que las manos con las que se escribe una canción son las mismas con las que se mata, y que una canción se da, como se da el amor. El amor valiente, pues a los amores cobardes no los puede salvar ni el recuerdo.
Así, entre miradas hacia dentro y hacia fuera, entre los tonos menores de las canciones sencillas, de amor, y el abordaje de cosas más mundanas, Silvio ha sido capaz de tejer una de las obras más intensas, contradictorias y líricamente profundas de la canción de autor en lengua española. Querría ser un trovador, un ruiseñor, un aventurero, un batiscafo del (dulce) abismo en que su bolígrafo, convertido en unicornio, con su cuerno de añil, pesca sus canciones, como libros salvados del mar. Le gustaría contar historias, de viejos, de niños, o de sí, montar un taller donde reparar alas de colibrí o, simplemente, convocar al reparador de sueños. Cantar al amor, intentando atrapar aquellas palabras que digan lo de más. En su empeño por cantar más allá de donde ha de llegar la canción. Porque sólo el amor alumbra lo que perdura, y te hace tan rico que, por mucho que gastes, siempre tienes.
Trovador de lo íntimo, cronista de lo cotidiano y figura clave de la cultura cubana, su canto ha oscilado siempre entre dos polos: el compromiso con el mundo y la fidelidad a sí mismo. No le quedó más remedio, para ser como es, que partirse en dos. Tomar prestado de casi todo el mundo, y también tender la mano. Piensa, en realidad, que fue hecho para soñar el sol, pero, a veces, no puede evitar soñar con serpientes.
Nacido en San Antonio de los Baños, donde hay un río, en la punta de una loma, y con inquietudes artísticas desde que era un muchacho tranquilo, ingresó al Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC). Lo hizo primero como dibujante de historietas, sin sospechar que eso sería apenas un primer trazo de un lienzo mucho más complejo. Lienzos para los que, en un futuro, solo pedirá paredes para sostenerlos. Pronto lo invitaron a musicalizar documentales.
Poco después, junto a Pablo Milanés, Noel Nicola y Vicente Feliú, fundó la Nueva Trova Cubana, un movimiento que nació como banda sonora de una revolución, pero que con el tiempo se volvió también un espacio para explorar la ternura, la duda, el amor, la pérdida, la trascendencia. La guerra, comprendió, era la paz del futuro. Y había que acudir corriendo, y quemar el cielo, si es preciso, pues se caía el porvenir. Lo más terrible se aprende enseguida, y lo hermoso nos cuesta una vida.
En ese grupo, Silvio fue siempre el más abstracto, el más simbólico, el que prefería el lenguaje del poema al de la consigna. Trataba de mantenerse fuera de la vanguardia, o del evidente panfleto. No siempre lo consiguió. No era disidente, era simplemente natural.
Porque Silvio es también, y esto es parte esencial de su dualidad, una voz institucional. Sus canciones son patrimonio cultural de un país donde él mismo ocupa un lugar casi oficial. Ha sido homenajeado, condecorado, programado y estudiado. Y, sin embargo, nunca dejó de ejercer una resistencia poética. Supo decir “yo también tengo dudas”, incluso cuando todos esperaban certezas. Hay que vivir de preguntar. Saber, si no es un derecho, es, desde luego, un izquierdo. Por eso, como un niño, se ve claramente, haciendo preguntas. Aunque le contesten “ya crecerás".
Si Pablo era la voz cálida de la calle y de la gente, Silvio parecía escribir desde una torre interior. No altiva ni distante: sino una celda de trabajo, una habitación donde revisar las grietas de su tiempo y de su alma, donde preguntar a su sombra a ver cómo anda, para reírse de sí mismo, como un animal que ha sido puesto en libertad. Una forma de cuestionar lo establecido sin renunciar a formar parte. Su canción está en el mundo, no es del cielo, de las estrellas o la luna, sino de todo aquel que no tiene una melodía, una metáfora que hacer propia. En ella, es importante desde un niño hasta el largo de un vestido.
Cuando su música comenzó a expandirse por América Latina y España, cuando se puso de moda sin haberlo buscado, Silvio confesó que no supo cómo asimilarlo. Ese tipo de reconocimiento masivo no coincidía con su forma de estar en el mundo. Nunca quiso dejar de ser ese viejo loco, que cada día piensa que es su día. Sabedor de que la medicina más escasa es la de remediar la mente.
Con los años, sus composiciones evolucionaron. Los cantos de guitarra y voz se transformaron en arreglos orquestales densos, minuciosos. Pero, pese a esa sofisticación sonora, nunca dejó de sonar como un hombre preguntándose por las causas y por los azares. Un hombre, que, a veces, sigue necesitando un perro, un bastón, una mano, una fe. Que puede desear la llegada de una luz cegadora, de un disparo de nieve, de un torbellino, porque, cuando escampe, parecerá nuestra esperanza, en forma de sol encendido por quien merece amor. No pide nada, o casi nada, que no es lo mismo, pero es igual. Porque el sol, de todas formas, tampoco da de beber.
Su mayor legado quizás no esté en su lugar dentro de la historia oficial, sino en su insistencia en hablar de lo imposible.
Porque de lo posible se sabe demasiado.
Linkedin: Rafael García-Purriños
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