Demócrito, hoy se reiría de nosotros
[...] “Todo está perdido cuando los malos sirven de ejemplo y los buenos de burla". (Demócrito).
Demócrito, que se reía de la estupidez humana, con toda seguridad estallaría hoy en carcajadas al ver en qué se ha convertido España. Porque ya no es solo que las instituciones estén degradadas, sino que se ha invertido la lógica moral más elemental: los que deberían estar rindiendo cuentas, gobiernan, y los que defienden la ley son hoy los ridiculizados.
Pedro Sánchez ha hecho del poder, no una responsabilidad, sino una herramienta de obligada supervivencia. Su gobierno ha legalizado la deslealtad institucional y ha convertido a los condenados por delitos graves -como los golpistas del procés- en válidos interlocutores. Se les amnistía no por justicia, sino por conveniencia. Se negocia con ellos leyes a medida, mientras se desprecia a quienes defendieron con sus vidas el orden constitucional.
La consecuencia es clara: en lugar de fortalecer la democracia, esta se subvierte. Se transmite a la ciudadanía -especialmente a los jóvenes- que traicionar al Estado sale gratis si tienes la cuota de poder adecuada, mientras que ser leal a las leyes les puede costar el desprecio del propio sistema.
Esta inversión de valores no es un descuido, sino es pura y dura estrategia. Sánchez gobierna desde el relato, no desde la verdad. Y para sostener ese relato necesita que la crítica desaparezca o se ridiculice. Quien denuncia la deriva institucional es un ‘ultra’. Quien cuestiona pactos con herederos de ETA o con quienes quieren romper España es un ‘enemigo público’ del progreso y de la democracia.
Lo más grave no es que el poder engañe: eso no es nuevo. Lo devastador es que una parte significativa de la sociedad ha interiorizado y aceptado esa mentira como verdad. La manipulación ha sido eficaz, gracias, en buena parte, a una prensa servil y subvencionada y a una oposición fragmentada y temerosa.
Mientras, las instituciones democráticas -esas que deberían ser un contrapeso al poder- han sido colonizadas. El Parlamento se ha convertido en un esperpéntico plató, el Tribunal Constitucional en apéndice del Ejecutivo y el CIS en un órgano propagandístico. La política se ha transformado en un clásico teatro de lo absurdo y los principios en mera ‘utilería’.
Se legisla al dictado del socio de turno, se indulta como quien cambia cromos, y se desprecia abiertamente la coherencia ideológica. Las palabras ‘estado de derecho’ han pasado a ser un eslogan sin contenido real, repetido, como un mantra, mientras se vacía desde dentro.
Peor aún que la corrupción del poder es la anestesia de los ciudadanos. Una gran parte de la población parece resignada. Ya no indigna la mentira, se tolera. Ya no escandaliza el fraude institucional, se justifica. “Todo vale para frenar a la derecha” se ha convertido en coartada universal, incluso cuando para ello se sacrifica la propia democracia.
La pedagogía política ha dejado de formar ciudadanos críticos para crear adocenados súbditos ideologizados. En este clima, quienes defienden la justicia, la legalidad, la unidad nacional o la separación de poderes son señalados como reaccionarios o nostálgicos.
Pero aún no es tarde. Hay ciudadanos que no se resignan, jueces que no se doblegan, periodistas que no se venden. España aún puede recuperar su dignidad institucional si quienes creen en ella dejan de callar. No basta con indignarse.
El deber moral de todo buen demócrata es revertir esta inversión ética. Volver a premiar el mérito, la legalidad y la verdad. Porque, como advirtió Demócrito, cuando los malos son el ejemplo a seguir y los buenos el motivo de burla… lo siguiente es la nada y el caos.
Linkedin: Pedro Manuel Hernández López
Nota del editor: Pedro Manuel Hernández López, es médico jubilado, licenciado en Periodismo y exsenador autonómico del PP por Murcia