Martes, 16 de Septiembre de 2025
Diario de Economía de la Región de Murcia
OPINIÓNEl síndrome de los ministros con las 'manos quemadas'
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Pedro Manuel Hernández López

El síndrome de los ministros con las 'manos quemadas'


Vivimos tiempos gloriosos para la épica ministerial. Ya no hace falta combatir en Lepanto, batirse en duelo o perder un brazo en un lance literario para convertirse en héroe. Hoy basta con ser ministro y, en un alarde de suicida lealtad, proclamar en rueda de prensa: "Pongo la mano en el fuego por..." -rellene aquí el nombre de su compañero de partido preferido-. Y con ese gesto, sin mancha de pólvora ni aroma de honor, se consuma la amputación moral. ¡Damas y caballeros, en el Gobierno de Sánchez, acaba de nacer el 'Síndrome de los ministros con  las manos quemadas'. 

 

El ministro Félix Bolaños ha sido el último en ofrecer su extremidad a la causa. No dudó en inmolarse en defensa de Santos Cerdán, ese fino estratega socialista cuya hoja de servicios no merece, ni de lejos, semejante sacrificio (ya estamos viendo en qué puede acabar este personaje). Pero ahí estaba Bolaños, solemne, digno, asegurando que "pondría la mano en el fuego" por su amigo. Qué imagen más tierna: un ministro quemándose por las andanzas de un correligionario, como si de una orden de caballería se tratara.

 

No quiso ser menos María Jesús Montero, fiel hasta la carbonización de su mano derecha -como no podía ser de otra manera-. La vicepresidenta no dudó en arrimar su mano a las llamas por su jefe de gabinete (o asesor, o compañero de partido, el título es lo de menos). La escena se repite: gesto grave, declaración de lealtad incondicional, y a esperar que la quemadura no llegue a una total gangrena política y que acabe en una amputación. 

 

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El fenómeno ya se está institucionalizando. Antes, un político se defendía con prudencia, o incluso  dimitía. Ahora no: la moda exige inmolación pública, abrazar la hoguera con gesto heroico y repetir la frase mágica como si fuera un conjuro. La lealtad ya no se mide en hechos, sino en grados de quemadura.

 

Lo curioso es que estas quemaduras  ministeriales nos remiten a otros ilustres mutilados de nuestra historia. Por ejemplo, Miguel de Cervantes, que perdió la movilidad de su mano izquierda en la batalla de Lepanto. Allí sí que había fuego de verdad, pólvora auténtica y razones para jugarse la vida. Aquella 'mano de Lepanto' es un símbolo de honor, sacrificio y grandeza. Ponerla al mismo nivel que las manitas chumascadas de nuestros ministros de salón es, sencillamente, obsceno.

 

¿Y qué decir de don Ramón María del Valle-Inclán, que perdió un brazo tras un altercado de taberna en el Café de la Montaña?. Una simple disputa literaria, resuelta con un bastonazo, acabó en gangrena y amputación. Valle-Inclán, genio del esperpento, supo transformar su mutilación en seña de identidad, en metáfora viviente de una España deformada, grotesca, que se contemplaba a sí misma en los espejos cóncavos del Callejón del Gato.

 

¡Qué ironía que hoy nuestros políticos encarnen, sin pretenderlo, ese mismo espíritu esperpéntico! Pero al menos Valle-Inclán perdió su brazo en defensa de una idea -por absurda que fuera la discusión-. Nuestros ministros, en cambio, se abrasan las extremidades por tapar chanchullos, proteger redes clientelares y practicar el cinismo en prime time.

 

La diferencia es abismal. Antes se perdían miembros por honor, ideales o por un exceso de carácter. Hoy, por sumisión, cobardía y cálculo partidista. Antes era sacrificio; hoy, postureo.

 

Y lo más tragicómico es que no aprenden. Cada nueva sospecha, cada escándalo, trae consigo su correspondiente mano al fuego. Es un ritual vacío, mecánico, como si los ministros soñaran con entrar en el santoral sanchista a base de quemaduras. Sueñan, tal vez, con ser recordados como el 'Cervantes del sanchismo' o el 'Valle-Inclán del Consejo de Ministros', ignorando que la historia no premia al que se quema por tonterías.

 

Mientras tanto, el espectáculo continúa. Las ruedas de prensa se han convertido en hogueras inquisitoriales, donde el periodista apenas necesita preguntar: ya sabe que el ministro de turno ofrecerá su mano al fuego con esa mezcla de chulería y resignación que tanto gusta en los despachos de Moncloa.

 

Pero el fuego, como metáfora, no perdona. Quien juega con él, se quema. Y si algo demuestra esta 'Generación de las Manos Quemadas' es que la política española ha degenerado en un teatrillo de marionetas, donde la lealtad perruna sustituye a la ética, y la propaganda, a la verdad.

 

Cervantes perdió su mano luchando contra el turco; Valle-Inclán, por una disputa literaria; nuestros ministros, en cambio, por un compañero de partido al que apenas defenderían en privado. He ahí la verdadera tragedia, que ni siquiera es trágica: es simplemente patética.

 

Quizá por eso, en el fondo, esta generación no nos indigna tanto como nos hace sonreír. Porque España siempre ha sido experta en convertir la miseria en espectáculo, y el ridículo en tradición.

 

Y mientras haya ministros dispuestos a quemarse en defensa de causas menores, el 'Síndrome de las manos quemadas' seguirá creciendo. Eso sí, sin honor, sin gloria y, por supuesto, mintiendo.

 

Linkedin: Pedro Manuel Hernández López

 

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