Everything But The Girl, una orquesta para corazones rotos
Hay discos que se instalan con delicadeza en un rincón del alma, y te vienen a la cabeza cada cierto tiempo. Así ocurre con Baby, the Stars Shine Bright, de Everything But The Girl.
Hay algo en esas canciones: en su melancolía elegante, en la voz sobria de Tracey Thorn, en los arreglos que parecen extraídos de una orquesta de los años 50, que transforma cada escucha en una ceremonia íntima. No son canciones que pretendan deslumbrar, sino dejar una luz tenue cuando todo lo demás ya se ha apagado.
Tracey Thorn y Ben Watt se conocieron en la Universidad de Hull, al norte de Inglaterra, a principios de los años ochenta. Ambos ya sabían lo que era dedicarse a la música. Ella venía del grupo Marine Girls, de estilo lo-fi. Él, por su parte, había publicado un álbum solista, en el que se intuía un oído inquieto y una predilección por lo melódico.
Jóvenes, inteligentes, reservados, tenían algo que iba más allá de lo musical. Una complicidad. Se entendieron, se enamoraron, y decidieron compartir también el escenario.
Solían pasar junto a una tienda de muebles que exhibía en su escaparate un extraño cartel: 'Everything but the girl', que insinuaba que en aquel local podías encontrar absolutamente todo para el hogar -sofás, lámparas, mesas, cortinas- salvo “la chica ideal”, ese absurdo cliché publicitario que durante décadas se vendía junto a la idea del hogar perfecto. Un eslogan en clave de sátira doméstica, que Tracey y Ben tomaron prestado.
Durante los primeros años, su estilo era minimalista, austero. Guitarras acústicas, arreglos sutiles, canciones susurradas más que cantadas. Pero en 1986, algo cambió. En un giro inesperado, decidieron mirar hacia las grandes producciones orquestales, hacia el pop sofisticado que mezcla tristeza con cuerdas, emoción con elegancia. Y así nació Baby, the Stars Shine Bright, su tercer disco, que, para muchos, entre los que me cuento, es una obra maestra injustamente inadvertida. Aquí no hay sintetizadores ni baterías electrónicas. Lo que hay es una orquesta de verdad, arreglos meticulosos, vientos apagados, ecos de Dusty Springfield, cuerdas que acompañan cada palabra, posándose con la delicadeza de una mariposa.
Las canciones de este álbum son como conversaciones en voz baja, cuando casi todo ya está dicho con la mirada. “Come on Home”, que abre el disco, es una súplica sin dramatismo, pero con todo el peso de quien espera. “Don’t Leave Me Behind” un lamento elegante, de alguien que no quiere pedir nada, pero necesita que no lo dejen atrás, “A country Mile”, ese tren que se va para no volver, “cross my heart”, la confesión de alguien que quiere creer… aunque sabe que quizás ya sea tarde. “Come Hell or High Water,” declaración de fidelidad pese a todo. y “Little Hitler”, con su título desconcertante, una reflexión sobre el poder, la manipulación emocional, el rencor disfrazado de afecto. Y la maravillosa invitación a no dejarse derrotar por la tristeza “Don’t Let the Teardrops Rust Your Shining Heart”, una de las canciones más bonitas del pop británico de esa década.
En la voz de Tracey no hay fuegos artificiales vocales. Cada palabra parece medida, cada pausa, necesaria. Y detrás está Ben Watt, en segundo plano, pero presente en cada acorde, en cada decisión musical que hace que estas canciones sean lo que son: pequeñas obras de arte escondidas en un rincón de una época que, a menudo, apostaba por la inmediatez y la extravagancia.
En ese 1986, cuando el mundo del pop se rendía a los sintetizadores, al brillo superficial, optaron por hacer justo lo contrario: mirar hacia el pasado para crear algo atemporal. Baby, the Stars Shine Bright no suena a su década. Suena a cualquier década. A un cine en blanco y negro, a un club nocturno de Jazz, a un salón donde alguien canta mientras cae la lluvia tras los cristales. A un tocadiscos girando en el medio de la noche, sonando en voz baja en la habitación de un adolescente al que la tristeza de amor le impide dormir.
No es un disco especialmente celebrado. Ni siquiera está entre los más recordados del dúo. El gran público los conoció, años después, por Missing, pero Missing, con toda su melancolía bailable, no existiría sin la delicadeza emocional de este disco.
Tracey y Ben, en este álbum, parecen bailar al borde de una despedida. No una ruptura violenta, sino esa clase de alejamiento que ocurre cuando dos personas se miran y saben que algo ha cambiado, pero no saben aún qué. Es el sonido de un crepúsculo emocional, de una ternura que se resiste a desaparecer.
Y por eso, escucharlo hoy es casi un acto de resistencia. En un mundo que celebra la velocidad, el ruido, el éxito inmediato, Baby, the Stars Shine Bright es una invitación a detenerse, a sentir, a recordar que siempre habrá canciones que se escriben para acompañar, no para impresionar.
Tal vez no cambie tu vida. No lo vas a cantar en una fiesta. Pero si un día lo escuchas en silencio, cuando el mundo se haya ido a dormir, entenderás lo que Tracey y Ben lograron con este álbum: una pequeña joya, que sigue brillando -sin hacer ruido- como esas estrellas que, aunque lejanas, nunca dejan de alumbrar.
Incluso cuando hace mil años que ya solo existen para quienes pueden ver su brillo.
Linkedin: Rafael García-Purriños