El mendigo
Recuerdo que hace muchos años, cuando era un niño, D. Miguel Ángel Cárceles, el sacerdote del colegio, nos contó una historia que aún perdura en mi memoria. No sé si se la inventó o si la leyó o sacó de alguna película, pero lo cierto es que lo esencial del relato no se me ha olvidado…
Contaba que en un pequeño pueblo había dos personajes completamente opuestos. Por un lado, una señora bondadosa que se llevaba bien con todos sus vecinos y que era muy querida. Esta mujer era famosa en la villa por hablar siempre bien de los demás. Nunca salía de su boca una descalificación o una crítica hacia nadie. Tan generosa era con todos que cuando fallecía alguien del pueblo siempre era la elegida para realizar el panegírico. Su capacidad para elogiar y encontrar las virtudes, a veces casi ocultas, de sus conciudadanos no tenía parangón y por ello toda la comunidad aguardaba con expectación el momento del elogio fúnebre.
Por otro lado, como en todo pueblo que se precie, había un villano, un malote que dedicaba su energía a atormentar la tranquilidad de la aldea. Realizaba pequeños robos, destrozaba, se emborrachaba y todos los del pueblo le atribuían, con razón, cualquier gamberrada, estropicio o desastre que ocurriera en el lugar. Pese a todo, lo cierto es que no pasaba a mayores y aunque muy incómodo, nunca hacía algo tan verdaderamente importante como para que pasara de las habituales charlas del policía del lugar. Las gentes humildes, se apartaban a su paso y los niños corrían despavoridos al refugio de sus padres cuando lo veían acercarse.
Un día, este hombre cogió una de sus famosas borracheras y se ahogó en el río. La mayoría de la comunidad musitaba para sus adentros: “tenía que pasar” o “él se lo ha buscado”.
Lo cierto es que una cierta sensación de relajación inundó la pequeña población aquel día. A la mañana siguiente todo el pueblo acudió al tanatorio improvisado en la casa del señor alcalde, no en reconocimiento del malote, sino por respeto a la vida y a la muerte. Sin embargo, aunque nadie lo expresaba, todos los habitantes de la aldea esperaban con máxima expectación el elogio fúnebre de la buena mujer. Todos se decían para sus adentros, que era imposible que aquella señora encontrara una sola virtud de aquel malhechor sinvergüenza.
Por fin, llegó el momento tan esperado. La señora se aclaró la voz y comenzó a hablar:
“Lo cierto es que Melchor tenía muchos defectos, no le gustaba trabajar y nos importunaba continuamente con su reprochable conducta, pero hay una cosa de él que voy a echar mucho de menos. ¡Qué bien silbaba! Todas las mañanas cuando salía de su casa lo escuchaba silbar en la lejanía y poco a poco cuando se acercaba a la mía, me ponía muy contenta y terminaba tarareando la canción de Melchor. Tenía también la habilidad de escoger muy bien las canciones apropiadas para el día, de tal forma que según la mañana elegía una canción triste, animosa, romántica o cualquier otra, pero siempre daba en el blanco eligiendo la canción perfecta para el momento. Lo echaré de menos”.
De pronto, todo el mundo recordó las grandes dotes de silbado de Melchor y todos, incluso el policía, reconocieron que una vez más, la señora, había acertado.
El motivo por el que he rescatado esta vieja historia de mi baúl de los recuerdos es porque el otro día, contemplé un hecho que me hizo valorar la enseñanza de aquel sacerdote.
Hay en Murcia, un mendigo, maleducado y gruñón que no contento con importunar continuamente requiriendo limosna, se pone a gritar e insultar a aquel que se la niega. En mi opinión, la forma que tiene de exigir (que no de pedir) es siempre muy desagradable y fuera de tono. Lo tengo calado desde hace varios años y reconozco que siempre que puedo lo evito.
Sin embargo, la semana pasada, en Alfonso X presencié un acontecimiento que me hizo recordar la historia que acabo de contar. Resulta que lo ví hablando con un músico ambulante en pleno paseo y lo que pensé fue que estaría reclamando su 'diezmo'. Pero para mi asombro cogió el micro y tras buscar el tono, se marcó un flamenco-pop que no estuvo nada mal. La pena fue que su voz reflejaba los muchos años de mala vida, pero a todas luces se notaba que aquel hombre, en otro momento, en otra vida, supo cantar muy bien.
Me gustó mucho escucharlo y recordar la vieja historia del colegio, pero sobre todo me agradó darme cuenta de que todos tenemos virtudes, aunque algunos muy pero que muy escondidas.
Linkedin: Gabriel Vivancos