Martes, 16 de Septiembre de 2025
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OPINIÓNOzzy Osbourne, la voz que fundó el heavy metal
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Rafael García-Purriños

Ozzy Osbourne, la voz que fundó el heavy metal

 

La oscuridad tenía voz, y era la de Ozzy Osbourne. Una voz rasgada, tensa, que parecía arrastrar siglos de angustia. El pasado martes, esa voz se apagó. Murió Ozzy. Murió el Príncipe de las Tinieblas.

 

Pero el eco de su grito sigue vivo en nuestra colección de vinilos, en riffs de guitarras distorsionadas, pesadas como el acero, y en la imagen de un hombre que convirtió sus demonios personales en leyenda colectiva. Porque Ozzy no era solo el frontman de Black Sabbath. Fue el símbolo de una generación que aprendió que el rock no tiene por qué sonar bonito, tiene que agitar, inquietar, incomodar. La oscuridad, el miedo y el exceso también pueden ser arte.

 

John Michael Osbourne nació en Birmingham en 1948, en una Inglaterra gris, obrera y deprimida. De niño, era tartamudo, lo que alimentó su aislamiento. De adolescente, descubrió el volumen, el alcohol y las ganas de gritarle al mundo. Y el rock, como forma de liberar sus demonios.

 

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Formó una banda con unos amigos del barrio —Tony Iommi, Geezer Butler y Bill Ward— que al principio se llamaba Earth. Pero que decidieron rebautizar como Black Sabbath, inspirados por una película de terror de Boris Karloff: y es que querían sonar como una pesadilla, y vaya si lo lograron. El heavy metal, tal como lo conocemos hoy, nació en ese preciso momento.

 

Black Sabbath publicó su primer disco en 1970. Oscuro, denso, con riffs lentos como un cortejo funerario y letras que hablaban del diablo, la guerra, las drogas, la locura. Era música para una juventud desilusionada, el reverso tenebroso del flower power. Mientras otros cantaban sobre amor libre y la paz universal, Ozzy cantaba sobre el Apocalipsis, la violencia, la paranoia. Su voz, mezcla de lamento de alma atormentada y conjuro de un brujo desquiciado, lo hizo durante casi una década, en una sucesión de discos legendarios: Black Sabbath, Paranoid, Master of Reality, Vol. 4, Sabbath Bloody Sabbath. Cada uno más arriesgado, más alucinado, más potente.

 

Pero los excesos, las drogas, el alcohol, las giras eternas, los desórdenes mentales: todo se convirtió en una espiral que acabó por devorarlo. En 1979, sus propios compañeros lo expulsaron de Black Sabbath, hartos de su comportamiento errático. Muchos pensaron que sería su final. Fue, en cambio, el inicio de su segundo acto. Uno aún más excesivo, más legendario.

 

Renació de sus propias cenizas. Y lo hizo como solista, con la ayuda de su esposa y mánager, Sharon Arden. Así nació Blizzard of Ozz, su debut en solitario, acompañado por el virtuoso Randy Rhoads, un guitarrista de época.

 

De ese disco salieron himnos como Crazy Train y Mr. Crowley, que lo consagraron ante una nueva generación de fans. Con un murciélago entre los dientes (literalmente), maquillaje oscuro y mirada trastornada, Ozzy se convirtió en un mito viviente. Un bufón trágico, un sobreviviente de sus propios delirios.

 

Las anécdotas son tantas que cuesta creer que fueran reales. Que le arrancó la cabeza a un murciélago en pleno escenario. Que orinó en El Álamo. Que esnifó una hilera de hormigas. Que fue arrestado por intentar estrangular a Sharon en un brote psicótico. Que vivió durante décadas en un limbo de sustancias, rehabilitaciones, recaídas y milagros. Y, sin embargo, nunca dejó de ser Ozzy. Incluso cuando su cuerpo empezó a fallar, cuando su andar se volvió torpe, cuando su voz temblaba, seguía apareciendo en los escenarios con su carisma prácticamente intacto.

 

Con los años, se convirtió en algo más que un músico. Fue una figura pop. Su reality The Osbournes nos lo presentó como un padre torpe y entrañable, más cerca del humor involuntario que del satanismo. Pero detrás del personaje había un hombre marcado por la pérdida (la trágica muerte de Randy Rhoads lo dejó muy tocado), por la enfermedad (Parkinson, caídas, cirugías), por la lucha interna con su tendencia al caos y la autodestrucción. En sus mejores canciones —Diary of a Madman, Mama, I’m Coming Home, No More Tears— encontramos gritos y confesiones que vienen del fondo de un alma desgarrada.

 

Ozzy nunca fue un virtuoso ni un poeta. Pero tenía algo que no se aprende ni se finge: autenticidad. Cuando cantaba, creías cada palabra. Creías que había visto al Diablo, que había sentido el peso del juicio final, que había llorado solo en la oscuridad, que había ladrado a la luna, … Su legado no se mide solo en discos vendidos ni en bandas que reconocen su influencia. Está en el corazón de cada adolescente que se sintió incomprendido enfundado en su camiseta negra, en cada riff que hace temblar los altavoces, en cada concierto donde el público hace el gesto de los cuernos y mueve su melena al viento.

 

Ahora que se ha ido, queda el silencio. Pero también queda el ruido. Ese que no buscaba complacer, sino incomodar. Ozzy fue, en última instancia, una especie de brujo que puso banda sonora a la oscuridad del mundo. Si el rock es una ceremonia de lo salvaje, él fue su principal oficiante.

 

Se fue el Príncipe de las Tinieblas. Pero su sombra seguirá proyectándose sobre la cultura rock como una figura encorvada y eterna, con sus gafas negras, los brazos en cruz y el eco de una risa demente resonando en el vacío.

 

Linkedin: Rafael García-Purriños

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