Nebraska: el 'jefe' necesita estar solo
Enero de 1982. El hombre del momento en el planeta rock, abrumado por el peso de la fama, se encierra en una casa alquilada en Colts Neck, armado con una guitarra acústica, una armónica y un grabador de cuatro pistas comprado en Radio Shack.
No hay planes de giras, no hay E Street Band, no hay multitudes. Hay un hombre sumido en un enorme bajón personal, buscando sentido en medio del silencio. Bruce compone, toca, canta, llora, se graba a sí mismo en cintas de casete baratas. Durante semanas aquellas cintas duermen en el bolsillo de sus vaqueros, olvidadas, hasta que un día Jon Landau, su productor, las escucha y queda noqueado por su fuerza.
Había algo en esas grabaciones: una sinceridad y una intimidad brutales, una desnudez que hacía que en cada canción Bruce se hiciera transparente, se pudiera ver su alma. Un productor convencional habría insistido en llevar esas canciones al estudio, grabarlas con la E Street Band, sacar un álbum lleno de músculo para aprovechar el tirón comercial. Pero Landau pensó, como Springsteen, que esas canciones debían publicarse con su sonido casero, con sus imperfecciones, con ese eco fantasmal que solo da una grabadora barata en un salón solitario. La discográfica aceptó, pensando que se trataba de un capricho de estrella. Además, Landau les tranquilizó: después de la terapia vendría el bombazo, un disco comercial que arrasaría. Y así fue: dos años más tarde, Born in the U.S.A. estallaría en el mundo entero.
La portada ya lo decía todo: nieve sobre el parabrisas, carretera nevada, cielo gris plomizo, horizonte desierto, un paisaje sin esperanza. Recuerdo la primera vez que tuve aquel vinilo en mis manos, el primero que compré con mi dinero, bajo el consejo de alguien que sabe, mi hermano Paco. La sensación de abrir la carpeta, ponerlo sobre el plato, escuchar cómo crujía la aguja antes de que empezara a sonar la línea simple de guitarra, la armónica, la voz de Bruce. La foto de esa carretera me atrapó como una promesa extraña, como una advertencia: dentro de aquel vinilo había un mundo devastado, pero real, y por eso mismo inolvidable. Un hombre solo con su guitarra, su armónica y sus demonios, contando historias de gente rota, de perdedores, de asesinos, de locos, de soñadores sin futuro. Historias sacadas de titulares de periódicos, de películas como Malas tierras de Terrence Malick, de la memoria de un hijo de clase trabajadora. Canciones como “Nebraska”, que abre el disco narrando la masacre de Charles Starkweather y Caril Ann Fugate, o “Atlantic City”, con su célebre “Everything dies, baby, that’s a fact…”, un epitafio del sueño americano. “Johnny 99”, sobre un hombre que se convierte en delincuente tras quedar en paro. “Highway Patrolman”, la tragedia íntima de dos hermanos, uno policía, el otro delincuente, el casi autobiográfico “hey ho rock and roll, deliver me from nowhere” de “Open all night”, el relato de soledad, miedo y desesperación de “State Trooper”, la intimidad familiar de “Mansion on the Hill” o “My Father’s house”, o la necesidad de escapar de la pobreza de “Used Car”, con la única esperanza puesta en el billete de lotería.
Lo que pocos sabían entonces era que existían también versiones eléctricas de varias de aquellas canciones con la E Street Band. Tomas más potentes, con guitarras, batería, bajo, en especial la versión eléctrica de “Born in the U.S.A.”, originalmente un lamento acústico en las sesiones de Nebraska. En esas grabaciones, sin teclados ni adornos, solo con Bruce, Max Weinberg y Garry Tallent, la canción sonaba como un martillazo, cruda, casi punk, un rockabilly furioso. No era todavía el himno de estadios que arrasaría en 1984, sino algo más oscuro, más áspero, más cercano al dolor de sus versos. Otras, como “Downbound Train”, también se gestaron en esas sesiones. La tentación de sacar un Nebraska eléctrico existió, pero Bruce lo desechó y así, el mito del “Electric Nebraska” quedó flotando durante décadas, como un rumor entre fans.
Era cierto: este otoño aparecerá Nebraska ’82: Expanded Edition. Una caja que incluye la remasterización del álbum original, descartes y demos inéditos, un concierto reciente en el Count Basie Theatre donde Bruce interpreta el disco en solitario y, por fin, las grabaciones de estudio de aquel Nebraska eléctrico. Allí estarán “Atlantic City”, “Johnny 99”, “Mansion on the Hill”, “Reason to Believe” y, como no, la demo eléctrica de “Born in the U.S.A.”.
De repente comprendemos lo cerca que estuvimos de tener un Nebraska muy distinto, con la furia de la banda, con electricidad en lugar de silencio. Pero también por qué Bruce eligió otra cosa: porque la crudeza del casete decía lo que ninguna guitarra amplificada podía decir. Y porque Nebraska no buscaba conquistar estadios, sino contar lo que pasaba en las sombras de América.
Nebraska sigue siendo imprescindible. Sigue siendo la demostración de que el rock también es silencio, confesión, crudeza. Que no todo son himnos y celebraciones, que también hay lugar para la derrota, para la culpa, para la soledad. Pero también, ahora lo sabemos, Nebraska tuvo otra cara.
Y escucharla lo engrandece. Porque entre tanta devastación, entre tantas historias de perdedores y de sueños rotos, siempre hay, como dice la última canción del disco, una razón para creer.
Linkedin: Rafael García-Purriños