Cuando el líder se apaga
Seguro que te ha pasado alguna situación donde llegas a una reunión clave, todos están esperando dirección, y el líder —esa figura que debería marcar el rumbo, inspirar y contener— permanece en silencio. O peor aún: desvía la mirada, esquiva la responsabilidad o lanza una frase tibia como “haced lo que creáis mejor”.
Este fenómeno, conocido como bajada de brazos, es más común y peligroso de lo que parece. No se trata simplemente de un mal día o una decisión desacertada, es un gesto profundo, cargado de significado, que resuena en toda la organización. Porque cuando un líder deja de liderar, no deja solo un vacío: activa una reacción en cadena que afecta a las personas, los equipos, la productividad y —sobre todo— la cultura.
Hay un buen número de historias sobre liderazgo, pero una que me ha resultado muy interesante es la de Shackleton y su célebre expedición al Polo Sur en 1914.
Ernest Shackleton se enfrentó a un escenario cargado de dificultades y que, cualquier líder actual se ha podido encontrar durante su carrera: crisis total, recursos limitados, clima adverso, y un equipo al borde del colapso emocional.
La clave de bóveda está en lo que hizo él en este entorno tan hostil y difícil: Lideró. Y lo hizo con todos los elementos en contra. No tenía respuestas adecuadas en cada momento, el hielo había destruido su barco, las garantías de supervivencia eran mínimas.
El libro Lecciones de Liderazgo sobre Shackleton, de Dennis N.T. Perkins, describe cómo este explorador ejerció un liderazgo basado en la presencia constante, la confianza emocional, la valentía al tomar la decisión más difícil que era cambiar el objetivo de la expedición. Inicialmente, su misión era cruzar el Polo Sur, pero todo lo sucedido le hizo virar y cambiar el rumbo hacia un objetivo más importante, salvar la vida de todas las personas que lo acompañaban.
Era consciente que sí él fallaba, el grupo se vendría abajo. Él era el ejemplo a seguir, donde todos miraban cuando no sabían qué hacer.
Jamás bajó los brazos. Comprendió que su equipo lo observaba todo: sus palabras, sus gestos, su actitud. Sabía que, si él se quebraba, los demás también lo harían.
Estamos rodeados de velocidad, incertidumbre, exigencia de resultados, cortoplacismo, incoherencia, falta de ética lo que hace que muchos líderes entren en una fase de desconexión silenciosa. No lo dicen en voz alta, pero se nota. Están físicamente presentes, pero emocionalmente ausentes. Se limitan a cumplir, a evitar conflictos, a transitar el día a día como si fueran pasajeros en lugar de capitanes.
¿Y cómo afecta esto al equipo? Se desorienta y pierde el foco. Entra en una dinámica donde baja sus propios estándares, la motivación cae en picado y las decisiones se dilatan. Aparece el "sálvese quien pueda". La energía colectiva se disipa como vapor en una olla sin tapa.
Hoy en día aproximadamente el 70% de los empleados en España no se encuentra comprometido con su empresa. ¡El 70%! y estamos como si esto no fuera con nosotros.
Y el compromiso no está más allá. Según un estudio de Gallup, el 70% de la variación en el compromiso de un equipo depende directamente del liderazgo. No hay plan estratégico ni software de productividad que compense a un jefe que se ha rendido emocionalmente.
La consecuencia más grave de una bajada de brazos no es sólo operativa, es cultural. Si la organización tolera —o peor aún, normaliza— que un líder clave deje de asumir su papel, está enviando un mensaje tácito a todos: “Aquí se puede no liderar y no pasa nada” y, eso, mantenido en el tiempo se convierte en cultura.
Y en ese instante comienza el verdadero deterioro. Porque las culturas empresariales no se construyen con slogans ni con posters motivacionales. Se construyen observando qué conductas se premian, cuáles se castigan y, sobre todo, cuáles se ignoran.
Cuando la cultura permite que un directivo se apague sin consecuencias, otros líderes replican el patrón. El efecto se vuelve contagioso y el compromiso empieza a parecer una ingenuidad. La apatía se disfraza de prudencia. El corto plazo sustituye a la visión.
Como decía Peter Drucker, “la cultura se desayuna a la estrategia cada mañana”. Y si esa cultura está infectada por la desidia, la empresa puede tener los mejores planes del mundo, pero irá en piloto automático hacia la irrelevancia, hacia el caos.
El liderazgo no es una cuestión de estatus, sino de servicio. Liderar implica estar al frente, dar ejemplo, sostener la energía colectiva y asumir el peso emocional de las decisiones difíciles. No es cómodo, pero sí profundamente transformador.
Como ya he dicho en alguna ocasión hay “Liderar para ganar”. Las organizaciones que prosperan no son necesariamente las más rápidas, sino las que piensan mejor y lideran con propósito. Un líder que baja los brazos abandona ese propósito. Y con ello, debilita la estructura entera.
Por eso, una empresa sana debe tener mecanismos para detectar, contener y reconducir a sus líderes cuando empiezan a mostrar señales de agotamiento o desconexión. No se trata de penalizar, sino de cuidar. De recordarles que su rol es esencial, que su actitud multiplica (o divide) y que, aunque no siempre tengan las respuestas, su sola presencia inspiradora puede marcar la diferencia.
Te invito a reflexionar: ¿en tu empresa se permite que un líder se rinda en silencio? ¿Qué mecanismos tenéis para evitar que esa actitud se propague como un virus? ¿Y tú, como líder, estás sosteniendo la antorcha… o apenas la estás sujetando?
El liderazgo no es un título, es un acto de generosidad consciente. Y, no sólo de generosidad, sino también de valentía cotidiana. Porque hay días fáciles, sí. Pero la mayoría requieren, como Shackleton en el hielo, mantenerse firme cuando todo lo demás tiembla.
Linkedin: Lucio Fernández