Los listados del Gobierno: los médicos ‘señalados’ y los violadores ’protegidos’
Hay decisiones políticas que retratan mejor que cualquier discurso el tipo de régimen moral e ideológico que padecemos. La exigencia del Gobierno de confeccionar un listado oficial de médicos objetores de conciencia frente al aborto —una medida que suena más a depuración ideológica muy propia de una típica sociedad distópica a lo George Orwell, que a gestión sanitaria—. Su contraste con la negativa a publicar un registro oficial de violadores, pederastas y asesinos reincidentes lo dice todo. En España, el poder político quiere saber qué médicos no están dispuestos a matar, pero se niega a que la sociedad sepa quiénes sí están dispuestos a violar o asesinar.
¿Quién inspira semejante contradicción moral? El Gobierno que presume de ‘progresista’, de ‘defensor de las mujeres’ y de ‘garante de derechos’, pero que actúa como un rígido censor ideológico. Exigen transparencia cuando se trata de marcar al disidente, y reclaman opacidad cuando el señalado es un criminal. A los médicos que se niegan a practicar abortos —por convicción ética, religiosa o profesional— se les quiere fichar, registrar y exponerlos en una ‘lista negra’.
A los violadores se les protege con anonimato, reinserción exprés y excarcelaciones prematuras. A los primeros se les convierte en sospechosos; a los segundos, en víctimas del sistema.
La excusa oficial es la de siempre: ‘garantizar el derecho de las mujeres al aborto’. Pero el verdadero objetivo es otro: someter la conciencia individual al dogma político. El listado de médicos objetores no busca facilitar el acceso al aborto, sino intimidar. Porque ningún médico necesita un registro público para ejercer su derecho a no participar en una práctica que considera moralmente inaceptable. Lo que se pretende es lo mismo que en los regímenes totalitarios del siglo XX: identificar al disidente.
Mientras tanto, los listados que sí serían útiles —los de delincuentes sexuales y asesinos reincidentes— no se hacen. Ni se harán. Porque la corrección política lo prohíbe, el buenismo lo disfraza y el Gobierno lo impide. En su escala moral invertida, el criminal merece comprensión y reinserción, mientras que el médico que obedece a su conciencia merece escarnio público.
La contradicción alcanza tintes grotescos: el Estado que persigue a un ginecólogo por negarse a abortar, libera a centenares de agresores sexuales gracias a la infame ‘ley del solo sí es sí’. El mismo Ministerio que promueve el registro de objetores, diseñó la chapuza jurídica que redujo condenas a violadores y permitió su excarcelación. ¿Quién, entonces, representa una amenaza real para las mujeres: el médico que se niega a abortar o el violador que vuelve a la calle?
La respuesta es obvia, pero el Gobierno prefiere mirar hacia otro lado. Su obsesión no es proteger vidas, sino imponer una ideología. No se trata de justicia ni de sanidad, sino de control social. Por eso quieren listas de médicos, censos de jueces ‘conservadores’, catálogos de periodistas incómodos… Cualquier instrumento sirve para señalar al discrepante, mientras se blinda el anonimato del delincuente.
En este clima de hipocresía institucional, el ministerio de Igualdad se comporta como una inquisición moderna. Y el Ministerio de Sanidad actúa como su brazo administrativo. Juntos, pretenden transformar los hospitales en trincheras ideológicas, donde el médico deja de ser un profesional para convertirse en un soldado del dogma. ¿Qué será lo próximo? ¿Un registro de enfermeros que se nieguen a administrar eutanasias? ¿Un listado de farmacéuticos que no vendan la píldora abortiva?
El Gobierno —último responsable de esta deriva— no busca transparencia, sino sumisión. Quien se opone a su moral impuesta es tachado de retrógrado, ultraderechista o enemigo del progreso. Y lo más grave es que utiliza las instituciones del Estado para consolidar ese poder coercitivo. Porque un registro oficial no es una simple base de datos: es una herramienta de control, una amenaza velada. En manos de un Gobierno sectario, equivale a una lista negra.
Mientras tanto, la sociedad sigue desprotegida. No hay listas de violadores reincidentes, ni de pederastas que han vuelto a delinquir, ni de asesinos con beneficios penitenciarios injustificados. Las víctimas no tienen derecho a saber si su agresor vive a dos calles. Pero el Estado sí se reserva el derecho a saber si el médico del hospital público se atreve a decir ‘no’. La privacidad de los delincuentes se respeta; la conciencia de los médicos se viola.
España se encamina peligrosamente hacia un modelo en el que la moral del poder sustituye a la libertad individual. Un Estado que no confía en sus ciudadanos, que persigue la disidencia y que protege al criminal, no es un Estado de Derecho, sino un sistema de sumisión. La libertad de conciencia, piedra angular de cualquier sociedad civilizada, está siendo sustituida por la obediencia ideológica.
Y todo esto ocurre bajo el Gobierno de Pedro Sánchez, que ha hecho del control político una forma de supervivencia. Él y sus ministras han convertido la igualdad en un dogma y la sanidad en un campo de adoctrinamiento. No gobiernan para servir, sino para imponer. No buscan justicia, sino poder. No quieren médicos libres, sino funcionarios obedientes.
Mientras los violadores reincidentes caminan en libertad y los asesinos se benefician de rebajas de penas, el Gobierno se concentra en perseguir a quien defiende la vida. Así es el nuevo orden moral del progresismo: el asesino protegido y el médico señalado.
Porque en la España feminista y progresista de Sánchez, lo único que ya se penaliza, es tener ’conciencia’.
Linkedin: Pedro Manuel Hernández López