Martes, 28 de Octubre de 2025
Diario de Economía de la Región de Murcia
OPINIÓNThe Housemartins: una casa donde quedarse
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Rafael García-Purriños

The Housemartins: una casa donde quedarse

 

Como una sonrisa en una foto, hay grupos que duran lo imprescindible, y se quedan para siempre. The Housemartins fueron eso: un fogonazo de pop inteligente. No duraron mucho, lo bastante para seguir sonando en la cabeza de cualquiera que crea que una buena melodía puede salvarte el día.

 

Nacieron en Hull, ciudad portuaria del norte, obrera y sin glamour: lluvia, fábricas y sudor. De ahí venían Paul Heaton, cantante de voz clara como su conciencia social; Stan Cullimore, Ted Key y Hugh Whitaker. Luego llegarían Norman Cook y Dave Hemingway, que completarían la ecuación perfecta: austeridad instrumental, voces bonitas y melodías pegadizas y alegres, total contrapunto a la acidez que se desprendía de sus letras.

 

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Su primer álbum, London 0, Hull 4 era toda una declaración. El título imitaba el resultado de un partido de fútbol. No era casual. En la Inglaterra de los ochenta, el fútbol representaba el orgullo de clase y de barrio. En ese marcador simbólico, Hull —una ciudad humilde— goleaba a la capital, el centro del poder político, económico y cultural. Un golpe de humor y una venganza poética.

 

Paul Heaton decía que querían “darle una paliza a Londres en su propio terreno”, cansados de que todo girara siempre en torno a la capital. En Hull bullía una escena musical que, aunque poco conocida, era sorprendentemente fértil: Everything But The Girl, con su pop sofisticado y melancólico; The Red Guitars, con su rock político; y varios grupos de pubs universitarios, como The Gargoyles o The Beautiful People, que daban color a una ciudad más acostumbrada al gris del estuario del Humber. Si uno lo ve como un partido imaginario, Hull metía cuatro goles simbólicos: cuatro formas distintas de hacer música con alma, frente al sonido prefabricado que dominaba Londres en aquellos años. Un grito de orgullo provinciano disfrazado de marcador futbolero. Y dentro del disco, canciones radiantes y humildes a la vez, con letras que hablaban del trabajador común, del humor cotidiano, de la desigualdad social y de la esperanza. Happy Hour, Sheep, Think for a Minute, We´re not deep o la instrumental Reverend’s Revenge: energía pop con alma política.

 

Tenían esa mezcla milagrosa de sencillez y belleza. Caravan of Love, su versión a capella del clásico de Isley Jasper Isley, alcanzó el número uno en las listas británicas. Cuatro chavales de Hull, sin batería ni guitarras, solo con sus voces, cantando sobre amor y comunidad, por delante de Madonna y Genesis.

 

El segundo disco, The People Who Grinned Themselves to Death, fue más maduro, más ácido. “La gente que se rió hasta morir”. Un guiño a la monarquía y al conformismo británico. Me and the Farmer tenía ese aire folk-pop de fiesta en el campo, Five Get Over Excited era un torbellino de optimismo ingenuo, Bow Down, una joya melódica que resumía el espíritu del grupo: humildad, humanidad y elegancia sin artificio.

 

y Build, que no era solo una balada bonita. Bajo su apariencia tierna se escondía una crítica feroz al modelo de progreso que arrasaba con todo en la Inglaterra de Thatcher. Paul Heaton disfrazó de melodía dulce un mensaje incómodo: el del hombre que “construye” sin saber qué está levantando realmente.

 

El verso “a house where we can stay”, suena casi como una promesa doméstica, pero en realidad es una denuncia: ladrillo sobre ladrillo, el país se iba quedando sin alma. Lo que parecía un himno a la esperanza era, en el fondo, un grito por la pérdida del paisaje, de la comunidad, del sentido de lo común. Una bofetada envuelta en terciopelo, tan hermosa que pocos se dieron cuenta del golpe.

 

Todo se rompió demasiado pronto. Las tensiones internas y, sobre todo, la sensación de haber dicho ya lo que tenían que decir, hicieron que The Housemartins se disolvieran en 1988, justo cuando estaban en lo más alto. “Siempre dijimos que sólo haríamos dos discos”, decían. Y cumplieron su promesa. Lo que vino después fue un recopilatorio, Now That’s What I Call Quite Good, un título tan irónico como ellos mismos.

 

Paul Heaton formó The Beautiful South, más sofisticado, pero con la misma puntería para retratar la vida cotidiana. Norman Cook se reinventó como Fatboy Slim, cambiando guitarras por platos y haciendo bailar al planeta entero.

 

Escuchar hoy Happy Hour o Build es viajar a una época en la que la música pop podía tener conciencia sin resultar pedante. The Housemartins no eran militantes de pancarta, sino tipos que sabían que el cambio empieza en las cosas pequeñas, en los amigos, en el barrio, en la manera de tratar a los demás. Cantaban sobre fe y justicia, pero también sobre pintas de cerveza y tardes de domingo. Y lo hacían con un entusiasmo contagioso.

 

Escucharlos es sonreír, pero también pensar. Que se puede ser amable y combativo al mismo tiempo. Que se puede cantar al amor y a la injusticia con la misma voz. Que se puede bailar sin dejar de mirar alrededor. Que esa casa que querían construir sigue levantada, hecha de armonías, de buen humor, de amistad, de esperanza.

 

Y que no podemos renunciar a vivir en ella.

 

Linkedin: Rafael García-Purriños

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