El poder ya no manda
Durante mucho tiempo, el liderazgo fue sinónimo de poder.
El despacho más grande, el título más alto, la firma al final del documento. Pero algo ha cambiado. Hoy el poder ya no garantiza influencia. Las jerarquías se tambalean, los discursos se cuestionan y las organizaciones viven bajo una lupa social donde cada gesto cuenta.
La autoridad formal sigue existiendo, sí, pero la legitimidad —esa forma de poder invisible que te conceden las personas— se ha convertido en la nueva moneda del liderazgo.
Y esa legitimidad ya no se compra, ni se impone. Se gana con coherencia.
El líder actual se enfrenta a un escenario sin precedentes donde las decisiones son cada vez más rápidas, los equipos cada vez más diversos y la sociedad ya no tolera la incoherencia. Hoy, una contradicción entre lo que se dice y lo que se hace puede viralizarse en cuestión de minutos. La transparencia ha dejado de ser una opción, es una condición de supervivencia.
Hace años bastaba con mandar, ahora hay que convencer, inspirar y conectar. La autoridad ya no se ejerce desde el miedo, sino desde la credibilidad. Y la credibilidad nace de algo tan simple y tan difícil como alinear palabras y actos.
Podemos imaginar al líder de hoy como un navegante en mar abierto. Las tormentas no avisan, los mapas cambian y los tripulantes observan cada movimiento. En ese contexto, no importa tanto la fuerza del viento como la claridad del rumbo. Y ese rumbo solo lo marca una brújula ética.
Porque el poder sin principios se convierte en autoritarismo. Y el autoritarismo, tarde o temprano, destruye la confianza.
La coherencia, en cambio, la construye. Y no lo hace en los discursos ni en las declaraciones de valores, sino en los gestos cotidianos: cómo se gestiona un error, cómo se comunica una mala noticia, cómo se trata a quien no tiene nada que ofrecer.
Los equipos no esperan perfección, esperan justicia. Y cuando perciben justicia, incluso las decisiones más duras se aceptan con respeto.
En los últimos años hemos visto ejemplos de lo que ocurre cuando las empresas olvidan esa brújula. Escándalos reputacionales, decisiones cortoplacistas, culturas que se derrumban bajo el peso de su propia incoherencia.
No fueron los fallos técnicos los que hundieron a compañías admiradas, sino los fallos éticos. La confianza no se pierde por un error, sino por la sensación de engaño.
El poder mal entendido enferma las culturas. Crea miedo, silencio y mediocridad. Cuando el líder se vuelve inaccesible, los equipos se desconectan. Cuando se impone desde la jerarquía, las ideas se apagan.
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El liderazgo autoritario puede conseguir obediencia, pero nunca compromiso. Y sin compromiso, no hay innovación, ni productividad, ni futuro.
Por eso, cada vez más organizaciones buscan líderes capaces de ejercer un poder distinto: el poder de escuchar, de dar voz, de compartir el mérito. Un poder que multiplica en lugar de restar. No se trata de debilitar la autoridad, sino de transformarla. El líder que inspira desde la coherencia obtiene algo que ningún organigrama puede garantizar: lealtad genuina.
Pero hay una paradoja: ser coherente exige coraje. Porque la coherencia no siempre agrada, a veces significa decir “no” cuando todo el entorno te empuja al “sí”. Significa priorizar la sostenibilidad frente al beneficio inmediato, o mantener una decisión justa aunque sea impopular.
El liderazgo coherente incomoda, porque pone límites donde otros ven oportunidades rápidas. Y sin embargo, es el único que perdura.
La historia reciente está llena de ejemplos de directivos que eligieron el largo plazo, la ética y la reputación por encima de la rentabilidad inmediata. Algunos fueron criticados, incluso castigados por el mercado. Pero el tiempo terminó dándoles la razón.
Porque la confianza es lenta de construir, pero extremadamente rentable. Y sin confianza, todo lo demás —estrategias, planes, presupuestos— se convierte en papel mojado.
También hemos aprendido que la vulnerabilidad no es debilidad. Un líder que se atreve a decir “me equivoqué” demuestra fortaleza emocional. La transparencia no erosiona la autoridad, la humaniza.
Y en un entorno donde la inteligencia artificial automatiza procesos y sustituye rutinas, la humanidad será el valor más escaso y, por tanto, más valioso. Los equipos no necesitan líderes perfectos; necesitan líderes auténticos.
Esa autenticidad se transmite en la manera de decidir, de comunicar, de reconocer el esfuerzo ajeno. Liderar no es hablar más alto, es escuchar mejor. Y escuchar no es oír, es entender.
Quizás haya llegado el momento de replantear qué entendemos por liderazgo. Ya no basta con dirigir procesos, hay que inspirar comportamientos. Ya no se trata solo de lograr resultados, sino de cómo se consiguen.
El liderazgo del futuro —y el presente— no se mide en poder acumulado, sino en confianza generada.
El poder ya no manda. La coherencia sí. El liderazgo no consiste en ocupar un puesto, sino en sostener un propósito. Y en tiempos donde la incertidumbre es la norma, la coherencia es eel único ancla capaz de mantenernos a flote.
Solo aquellos líderes que logren alinear ética, propósito y acción serán capaces de dejar algo más que resultados: dejarán legado.
Linkedin: Lucio Fernández



