Lunes, 17 de Noviembre de 2025
Diario de Economía de la Región de Murcia
OPINIÓNUn año después del agua, seguimos bajo el barro de la dana
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Pedro Manuel Hernández López

Un año después del agua, seguimos bajo el barro de la dana

 

Hace ya un año, Valencia se despertó bajo un cielo roto. La dana que azotó la región dejó tras de sí un reguero de muerte, destrucción y promesas incumplidas. Fue una de las mayores catástrofes naturales de las últimas décadas en la Comunidad Valenciana: barrios anegados, cosechas perdidas, centenares de familias evacuadas, infraestructuras colapsadas y, sobre todo, una sensación de abandono que aún hoy sigue flotando en el aire húmedo del recuerdo. Doce meses después, cuando la tierra ya ha absorbido el agua, lo que no ha absorbido es la decepción. Porque lo que comenzó como una tragedia natural se convirtió rápidamente en una tragedia política. El Gobierno central prometió entonces ayudas inmediatas, reconstrucción urgente y un “plan especial” para que algo así no volviera a ocurrir. Hoy, basta con recorrer las comarcas más afectadas —la Ribera Alta, la Safor o la Vega Baja— para comprobar que el único plan que se ha cumplido es el del olvido.

 

Aquella mañana del 29 de octubre de 2024, mientras los servicios de emergencia se jugaban la vida sacando a ancianos de sus casas inundadas y rescatando coches arrastrados por el agua, el Gobierno se apresuró a anunciar un “dispositivo integral de ayuda”. Pedro Sánchez apareció en televisión con su habitual gesto grave y su discurso de empatía prefabricada: “No dejaremos a nadie atrás”, dijo. Un año después, la frase se ha convertido en una broma amarga entre los vecinos que siguen esperando las ayudas prometidas por el Consejo de Ministros. De los más de 120 millones anunciados en ayudas directas, apenas se ha materializado una cuarta parte. Y la mayoría ha llegado con retrasos burocráticos tan desesperantes que algunos damnificados ni siquiera han podido reparar sus viviendas. Mientras tanto, los ayuntamientos han tenido que adelantar fondos propios para tapar la inacción de Madrid.

 

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El Gobierno utilizó la catástrofe para hacerse fotos, no para dar soluciones. Los ministros desfilaron por la zona afectada como si se tratara de un plató televisivo. Mónica García prometió ayudas sanitarias y atención psicológica; Félix Bolaños habló de “colaboración institucional”; y la vicepresidenta Ribera anunció inversiones millonarias en infraestructuras hidráulicas. Ninguno de ellos ha vuelto por allí. Ni una sola obra hidráulica nueva ha comenzado en 2025, y las viejas defensas fluviales siguen sin mantenimiento. Lo que el agua se llevó, el Estado no lo ha devuelto.

 

El contraste con lo que ocurría antes no puede ser más doloroso. Hubo un tiempo —no tan lejano— en que las catástrofes naturales activaban la maquinaria del Estado en cuestión de horas. En 1982, tras la riada del Júcar, el Gobierno de Calvo Sotelo movilizó al Ejército, reconstruyó en meses los pueblos arrasados y aprobó un plan hidráulico nacional que redujo los riesgos de futuras avenidas. En 2024, por el contrario, el Gobierno de Sánchez tardó más en organizar una rueda de prensa que en declarar zona catastrófica. El “antes” representaba un Estado que funcionaba; el “después”, un Estado desbordado por su propia desidia. Antes, los recursos se dirigían a la reconstrucción; hoy, a la propaganda. Antes, los ministros bajaban al terreno; hoy, suben al Falcon. Antes, la prioridad era devolver la normalidad; hoy, es controlar el relato.

 

Y mientras el Gobierno se dedicaba a anunciar planes que nunca llegaban, fueron los propios vecinos quienes sacaron adelante sus pueblos. Agricultores que con sus tractores limpiaron caminos, bomberos voluntarios que acudieron desde otras provincias sin esperar órdenes, asociaciones que organizaron colectas para reponer lo perdido. España demostró una vez más que la solidaridad ciudadana sigue viva, aunque el Estado haya muerto de burocracia. La historia de la dana en Valencia es, en realidad, la historia de una gestión que resume a la perfección el modo de gobernar de Sánchez: anunciar mucho, hacer poco y olvidar rápido. Un año después, el balance es demoledor: miles de expedientes de ayuda siguen sin resolverse, las infraestructuras hidráulicas no se han reforzado, las compensaciones agrícolas se han reducido o directamente denegado, los seguros agrarios se han disparado dejando fuera a centenares de familias, y el Plan de Adaptación Climática anunciado a bombo y platillo sigue siendo un documento en borrador.

 

Cuando se gobierna desde el mármol de Moncloa y no desde el barro de los pueblos, los problemas reales dejan de existir. Lo importante no es reparar daños, sino mantener la apariencia de gestión. Por eso, en el aniversario de la catástrofe, el Gobierno se limitará a emitir un comunicado, quizá acompañado de un vídeo institucional con música épica y drones sobrevolando los arrozales. Pero los vecinos de Algemesí o Carcaixent no quieren vídeos: quieren soluciones. Quieren ver máquinas limpiando cauces, quieren ayudas sin laberintos burocráticos, quieren sentir que el Estado los respalda, no que los usa de decorado para discursos.
 

Y lo peor es que volverá a pasar. Los expertos del CEDEX y de la AEMET ya lo advirtieron: el cambio climático está intensificando los episodios de lluvias torrenciales en el Mediterráneo. Si no se invierte en prevención —reforestación, mantenimiento de cauces, modernización de presas, drenaje urbano—, la próxima dana será aún más devastadora. Pero mientras el Gobierno se obsesiona con guerras culturales, relatos ideológicos y propaganda verde, el agua sigue bajando sin control por los mismos barrancos de siempre.

 

Un año después, la dana ya no ocupa portadas. Los políticos han pasado a otro tema, los medios han cambiado de foco y los afectados siguen reparando muros con sus propias manos. La catástrofe natural duró tres días; la catástrofe política, un año. Y aún continúa. Porque cuando el Gobierno no aprende del desastre, lo repite. Y cuando un país se resigna a vivir bajo la incompetencia, la próxima riada no será solo de agua, sino de indignación.

 

Linkedin: Pedro Manuel Hernández López
 

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