Modelos de defensa y reclutamiento en la UE y España en el silencio insostenible
Mientras Europa redibuja sus ejércitos y llama a sus ciudadanos a filas, Vladimir Putin lanza la mayor modernización militar rusa desde la Guerra Fría, elevando el gasto de defensa al 6,3 % del PIB y destinando 13,5 billones de rublos en 2025 a un ambicioso programa de rearme.
Moscú planea construir seis submarinos nucleares antes de 2030, producir misiles hipersónicos y de crucero en serie, y renovar su flota con más de 100.000 millones de dólares, incorporando sistemas no tripulados que transforman la guerra naval y terrestre. Frente a este escenario, con Estados Unidos desplazando su atención estratégica al Indo-Pacífico y la guerra de Ucrania inclinándose hacia una victoria parcial rusa, la seguridad continental deja de ser un ejercicio académico: los Estados de la UE y la OTAN aceleran presupuestos, modernizan industrias, replantean modelos de personal y se preparan para conflictos prolongados.
La pregunta que en España nadie quiere formular se impone con fuerza: ¿preparamos soldados para la guerra que viene o para la que ya pasó?
La guerra volvió a Europa en febrero de 2022, pero en España el debate sobre defensa continúa instalado en un limbo parlamentario casi ritual, un espacio suspendido donde todos aguardan a que alguien tome la palabra… pero nadie quiere ser el primero. En el arco político, el silencio —salpicado de algún murmullo táctico— es tan ensordecedor que roza lo tragicómico: casi ningún partido se atreve a pronunciar las palabras malditas —servicio militar, reserva territorial, movilización civil— y cuando lo hacen, el resultado es tan poético y nostálgico que parecería dictado por una musa cervantina. No vaya a ser que los votantes, esos “señoritos satisfechos”, como retrataba Ortega y Gasset, interpreten cualquier apelación al esfuerzo nacional como una excentricidad reaccionaria y huyan hacia la urna más cercana.
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El contraste con el resto de Europa es ya imposible de disimular. Estados miembros de la UE y de la OTAN han puesto en marcha una reacción acelerada. Crecen los presupuestos, se reactivan industrias dormidas, se replantean modelos de personal, se modernizan capacidades y, sobre todo, se afronta la pregunta que en España nadie quiere formular: ¿de dónde saldrán los soldados para un conflicto prolongado?
Mientras tanto, en España continúa el espectáculo del mutismo transversal, sostenido en privado por una frase que se repite como un mantra generacional entre millones de beneficiarios del Estado social y democrático de Derecho —y de la cohesión económica, social y territorial europea—: esa arquitectura única en el mundo que muchos disfrutan sin saber muy bien de dónde salió. El lema es simple, casi entrañable por su candidez: «Si hay una guerra, yo me voy…».
Esa declaración de principios, tan extendida como irreflexiva, parece haber dejado petrificado al Parlamento. Ningún partido quiere rozar un debate que podría costar escaños, aunque la omisión cueste capacidad estratégica.
El resultado es una política de defensa que se mueve entre la negación cómoda y el miedo a pronunciar lo evidente, como si el silencio —y no la preparación— fuera una doctrina de seguridad en sí misma.
Este artículo aborda justo aquello que en España muchos prefieren no mirar: cómo evolucionan en Europa los modelos de servicio militar, reserva y movilización, qué formación reciben los reclutas y hasta qué punto esos sistemas sirven para la guerra del presente —ya no del futuro—: una guerra híbrida que mezcla fuego convencional, ciberataques, espacio, drones, guerra electrónica, autonomía y robótica.
La realidad de 2025 es nítida: Europa es un mosaico de modelos —conscripción obligatoria, sistemas selectivos, voluntariado remunerado, reservas ampliadas o servicios híbridos de protección civil— moldeados por historias, geografías y amenazas propias. Solo en España se persiste en un “silencio insostenible”, una anomalía estratégica que, tarde o temprano, alguien tendrá que explicar.
Modelos de reclutamiento: Europa redibuja su mapa de defensa
El mapa europeo de la conscripción vuelve a colorearse. Según el Servicio de Estudios del Parlamento Europeo (EPRS), en 2025 al menos nueve Estados miembros mantienen algún tipo de servicio obligatorio: Austria, Chipre, Dinamarca, Estonia, Finlandia, Grecia, Letonia, Lituania y Suecia. Lo que hace una década parecía un modelo en retirada hoy es un termómetro del clima estratégico de un continente que ha dejado de ser el jardín seguro que imaginó.
Pero la cuestión no es cuántos países reclutan, sino quién marca el paso. Y ahí el giro nórdico-báltico actúa como un auténtico seísmo doctrinal. Suecia, que recuperó la conscripción en 2017, ha convertido su modelo mixto —hombres y mujeres seleccionados según necesidades operativas reales— en la pieza central de su regreso al núcleo duro de la defensa europea. Letonia siguió esa senda en 2023 con un servicio de 11 meses complementado con voluntariado femenino.
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Estonia, Lituania y Finlandia, por su parte, nunca abandonaron una reserva amplia, disciplinada y entrenada; en Helsinki, los 5,5 a 12 meses para varones de 18 a 60 años siguen siendo la columna vertebral de su Defensa Total, a la que las mujeres se incorporan de manera voluntaria. En este grupo, la idea de que la seguridad es un bien colectivo —y, por tanto, una responsabilidad compartida— no se discute: se ejerce. Dinamarca condensa mejor que nadie esta tendencia. Su viejo sorteo de jóvenes de 18 años —residuo de una conscripción breve y casi simbólica— ha dado paso, con la reforma de 2025, a un modelo universal que incorpora a las mujeres y amplía el servicio a 11 meses a partir de 2026. No es solo una actualización técnica: es una declaración estratégica.
La onda expansiva nórdico-báltica se expande en el resto de la UE. Polonia es el caso más revelador: con un gasto militar cercano al 4% del PIB y el mayor programa de rearme del continente, Varsovia mantiene un modelo plenamente profesional reforzado por la Territorial Defence Force. Pero desde 2024 ha puesto en marcha el Programa “Preparados”, concebido para adiestrar a miles de ciudadanos en ciclos intensivos de semanas o pocos meses. Oficialmente es voluntario; en la práctica, funciona como una conscripción funcional destinada a generar una reserva amplia, disciplinada y movilizable.
A este bloque de países en reactivación se suman aquellos que nunca abandonaron la lógica del reclutamiento: Grecia, Austria y Chipre, con sistemas sólidos, adaptados a sus geografías y amenazas, que combinan flexibilidad, alternativas civiles y una premisa constante: la defensa como un ecosistema estable, no como un sobresalto coyuntural.
Pero el debate no acaba ahí. En el corazón político de la UE, los gobiernos observan cómo se desplaza el tablero estratégico, aunque pocos se atreven —por ahora— a cruzar el Rubicón de la conscripción. Sin embargo, todos han iniciado movimientos que hace una década habrían sido impensables.
Francia, oficialmente reacia a hablar de reclutamiento, está transformando su sistema por la puerta grande. El Service National Universel (SNU), nacido como un programa cívico, se convierte en 2024–2025 en un dispositivo más largo, estructurado y con una rama pre-militar explícita. Paralelamente, París amplía con urgencia la Reserva Operativa mediante incentivos fiscales y acuerdos empresa-Estado que facilitan ausencias laborales. Y en verano de 2026 entrará en vigor un nuevo servicio militar voluntario de 10 meses, abierto a jóvenes de 18–19 años, con unos 800 euros mensuales, manutención y alojamiento incluidos. Tras completarlo, los jóvenes integrarán una reserva operativa obligatoria. Francia no lo admite abiertamente, pero está construyendo la arquitectura social para un retorno parcial a la conscripción si el escenario lo exige.
Alemania, por su parte, ha convertido la Zeitenwende en ingeniería institucional. Berlín prepara para 2025 un modelo de conscripción selectiva inspirado en Suecia: cuestionario obligatorio para todos los jóvenes de 18 años, selección de los necesarios y posibilidad de ingreso voluntario para mujeres. La cláusula clave es estratégica: si el voluntariado no cubre los cupos OTAN, la conscripción pasará a ser obligatoria. Además, Alemania ha elevado los incentivos del servicio voluntario, con salarios netos iniciales superiores a los 2.000 euros. Todo avanza al ritmo típicamente alemán: cuanto más urgente es el problema, más comisiones se crean.
Hungría, Eslovaquia, Portugal y Rumanía mantienen ejércitos profesionales y reservas en expansión, acompañados de una retórica creciente sobre resiliencia y cohesión nacional. Ninguno, sin embargo, ha dado el paso hacia un modelo obligatorio o selectivo. Hablan de amenaza, pero evitan pedir sacrificios reales a la sociedad.
Hay que destacar un bloque que parece el club europeo del eufemismo estratégico, los que hacen sin decir. En Países Bajos, la conscripción duerme, pero no descansa: se refuerza la Reserva, se expande la instrucción voluntaria y ya se acaricia —con pudor electoral— la idea del reclutamiento selectivo antes de que la OTAN lo pida formalmente. Italia avanza sin levantar polvo: reactiva su Reserva Auxiliar, amplía voluntarios y perfila un servicio cívico-militar para emergencias, cuidándose mucho de pronunciar la palabra prohibida, “conscripción”. Bélgica domina el rodeo semántico: fortalece su Reserve citoyenne y ofrece Mini ciclos juveniles que son mili en todo menos en el nombre. Y Croacia, más pragmática, dejará de maquillar el asunto en 2026: reactivará la conscripción con dos meses de servicio básico, porque el entorno estratégico ya no admite metáforas.
La conclusión es idéntica de Helsinki a Lisboa: Europa necesita ciudadanos entrenados y movilizables. En el norte, para sobrevivir; en el resto, para disuadir. Y en todos, para romper por fin el tabú que la Europa del bienestar ha aplazado durante décadas: quién defiende, cuánto sacrifica y hasta cuándo puede seguir escondiéndose el debate.
España en el silencio insostenible y el debate que no llega
Media Europa reactiva la conscripción y asume que la guerra ha vuelto al continente; España, en cambio, sigue instalada en un silencio político que ya roza la superstición: si no hablamos de defensa, quizá la realidad pase de largo. Aquí cada familia ideológica cultiva su propio autoengaño. Los que gobiernan mantienen la profesionalización como si el calendario siguiera atascado en 2002; los que se reclaman pacifistas siguen creyendo que la paz se invoca por decreto y que mencionar a Rusia atrae mala suerte; los que presumen de firmeza atlántica no pasan de discursos que se evaporan al primer barómetro; los que juegan a la nostalgia confunden servicio público con arqueología militar; y los que sueñan con nuevas soberanías llevan décadas delegando su seguridad en el mismo Estado al que reniegan, como si las sirenas antiaéreas fueran un problema “del otro”.
España permanece en un silencio incómodo frente al estrépito europeo: reservas activadas, industrias aceleradas, debates sobre resiliencia… y aquí, un modelo profesional exhausto y una reserva testimonial, como si el mundo real no nos incluyera.
La Constitución de 1978 lo dice claro: el artículo 8 encomienda a las Fuerzas Armadas garantizar la soberanía, la integridad territorial y el ordenamiento constitucional; el artículo 30 recuerda que todos los españoles tienen el deber de defender España. Frente a ello, el Rey Felipe VI emerge como faro institucional, símbolo de la previsión y la responsabilidad que los debates políticos postergan.
La ironía es cruel pero inevitable: los parlamentos pueden posponer la discusión, pero los hechos no esperan. Antes o después, la realidad exigirá respuesta. Y ojalá nos encuentre listos.
Levas del siglo XXI, manuales del XX y doctrinas dormidas
Europa vuelve a llamar a sus ciudadanos a filas justo cuando Rusia despliega el mayor programa de modernización militar desde la Guerra Fría. Pero la pregunta esencial sigue sin respuesta: ¿se está preparando a estos nuevos reclutas para la guerra que viene o para la que Europa recuerda?
En los modelos más sólidos —Finlandia, Dinamarca, Estonia— la instrucción es seria y progresiva: semanas de combate básico, meses de especialización y una reserva amplia que se recicla de forma periódica. El norte funciona porque sabe exactamente qué espera de cada ciudadano y cómo integrarlo en un engranaje coherente de defensa total. Europa central y meridional, en cambio, reabre la conscripción sin resolver aún si su arquitectura formativa está a la altura del adversario que ya se rearma sin complejos.
Pero incluso los mejores modelos muestran una grieta que ya no puede ocultarse: la “mili clásica” no enseña a operar en un campo de batalla saturado de sensores, drones, guerra electrónica y sistemas autónomos. Esa formación sigue concentrada en profesionales, lo que deja a la nueva masa de reclutas en un limbo operativo: útiles para volumen, insuficientes para las amenazas clave. Europa corre el riesgo de enfrentar conflictos del siglo XXI con escuelas de entrenamiento que aún respiran siglo XX.
A ello se suma un problema estructural: los programas voluntarios remunerados seducen al principio, pero sin carrera militar ni reciclajes serios, su valor se evapora en pocos años. Y muchos ejércitos, después de décadas de reducción, han perdido instalaciones, instructores y doctrina moderna: meter más reclutas en cuarteles pensados para la mitad no genera capacidades, solo estadísticas.
El desafío, además, no es solo técnico, sino político. Reintroducir la conscripción en sociedades urbanas e individualistas exige legitimidad, recursos y un relato que explique el porqué. Los incentivos crecientes de algunos países ya han abierto debates incómodos sobre militarización social; y otros —como España— muestran el peligro inverso: incluso aumentando profesionales, una reserva mínima y un personal por habitante bajo dejan al país sin margen real de reacción.
Europa, en efecto, se rearma. Lo que aún no ha resuelto es lo decisivo: cómo convertir a millones de ciudadanos movilizables en defensores capaces de sobrevivir —y vencer— en un campo de batalla que ya no se parece en nada al de la última leva.
Europa: fuerza y potencial plenos solo falta decidir desplegarlos
Europa ha descubierto, por fin, que la defensa ya no puede sostenerse en plantillas profesionales menguantes ni en la fe ciega en un salvavidas estadounidense cada vez más incierto. La guerra de Ucrania y la modernización militar sin precedentes anunciada por Moscú han devuelto una verdad elemental que muchos preferían olvidar: la masa importa, la resiliencia importa y la ciudadanía formada importa aún más. Por eso reaparecen mecanismos de servicio militar o cívico en media Europa. No es nostalgia: es supervivencia.
Pero lo decisivo no es recuperar reclutas: es saber para qué. La instrucción del siglo XX ya no sirve para la guerra del siglo XXI. La nueva defensa exige operadores de sistemas autónomos, especialistas en guerra electrónica, equipos de ciberdefensa, inteligencia técnica, protección de infraestructuras, logística avanzada y resiliencia civil integrada. Europa tiene talento, industria, universidades y tecnología para formar esa fuerza. Le falta la doctrina, el plan y la convicción.
Porque este es el punto ciego del debate: no basta con reactivar la conscripción; hay que diseñar un modelo que funcione en el día uno de una crisis real. Reservas vivas, entrenamiento periódico, cuadros de mando ampliados, integración OTAN/UE y una arquitectura capaz de generar combatientes y especialistas a escala continental. Eso es lo que marca la diferencia entre un ejército grande y un ejército útil.
España se encuentra ante ese mismo espejo. Reforzar el modelo profesional es necesario, pero insuficiente. Sin una reserva moderna y orientada a capacidades reales, seguimos desnudos ante cualquier choque serio. No se trata de resucitar la mili clásica, sino de construir un sistema de movilización compatible con la vida civil y alineado con los estándares de quienes sí se preparan.
Europa ya no discute si debe rearmarse: discute cómo hacerlo sin llegar tarde. Y ese “cómo” no admite purismos. El futuro será híbrido, flexible, complejo y —sobre todo— exigente. Imperfecto, sí. Pero es el único camino hacia algo que Europa aún tiene, aunque a veces lo olvide: la capacidad de convertirse en una potencia de seguridad plenamente funcional. Solo falta decidirlo. Y cuanto antes lo decidamos, menos nos lo recordará la realidad.




