Martes, 09 de Diciembre de 2025
Diario de Economía de la Región de Murcia
OPINIÓNBienestar como estrategia empresarial
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Lucio Fernández

Bienestar como estrategia empresarial

 

Hay un fenómeno curioso que lleva tiempo instalándose en el mundo empresarial: hablar de felicidad en el trabajo ya no es visto como una excentricidad, aunque sigue incomodando a muchos.

 

Quizá la incomodidad surge porque nos enfrenta a una verdad que preferimos no mirar de frente: la felicidad es un asunto profundamente humano y, por tanto, también profundamente organizacional. Lo que ocurre fuera de la empresa se cuela sin pedir permiso en la vida laboral, y lo que ocurre dentro de la empresa moldea de forma inevitable la vida personal de quienes la sostienen. Esa interdependencia, durante años ignorada, ha terminado siendo imposible de disimular.

 

La conversación sobre felicidad suele empezar mal porque la reducimos a una caricatura. Imaginamos oficinas donde todo es fácil, donde nadie discute, donde los empleados sonríen sin esfuerzo y las tensiones se desvanecen con un par de dinámicas motivacionales. Pero la felicidad en el trabajo no tiene nada que ver con eliminar los problemas, sino con dar herramientas para enfrentarlos. No consiste en una ausencia permanente de incomodidad, consiste en una presencia permanente de sentido. Y esta distinción, tan simple como transformadora, marca la frontera entre las organizaciones que avanzan y las que se quedan atrapadas en discursos vacíos.

 

Uno de los grandes errores es confundir felicidad con comodidad. Las organizaciones cómodas, sin retos, sin exigencias, sin expectativas, generan apatía, no plenitud. Las personas quieren sentirse desafiadas, pero de manera justa. Necesitan retos que conecten con sus capacidades, proyectos que alimenten ese estado mental —ese flujo productivo— en el que uno siente que el trabajo cobra una densidad distinta, casi creativa. Ahí aparece la motivación profunda, esa que no depende de regalos corporativos ni de eslóganes inspiradores, sino de la experiencia íntima de avanzar hacia algo que merece la pena.

 

Tampoco es correcto reducir la felicidad a factores externos como salarios o beneficios. No se trata de negar su importancia, sería absurdo; sin condiciones dignas no hay bienestar posible. Pero la evidencia es clara, una vez cubiertas ciertas necesidades, el impacto de lo material se estabiliza.

 

Lo que realmente determina la plenitud es la calidad de las relaciones, el modo en que se ejerce el liderazgo y la sensación de libertad y propósito en el día a día. Ahí es donde las empresas suelen fallar, no porque no sepan, sino porque no quieren renunciar a modelos de control que llevan décadas dando una falsa sensación de seguridad.

 

Me preocupa especialmente la idea, todavía persistente, de que la felicidad es responsabilidad exclusiva del individuo. Es cierto que la actitud personal influye, pero la cultura organizativa es la que define los límites de lo posible. Podemos tener a las personas con mayor fortaleza emocional del mundo; si las colocamos en entornos tóxicos, acabarán agotadas y desconectadas. Ninguna predisposición personal soporta indefinidamente una mala cultura. Y esto debería interpelar a los líderes haciéndoles ver que la felicidad no es un accesorio, es un resultado directo de cómo se gestiona una organización.

 

La dimensión económica del bienestar también merece una reflexión honesta. Durante años y todavía sigue ocurriendo en algunos casos, las áreas de «personas» fueron relegadas a funciones administrativas, como si su labor fuera secundaria frente a lo “verdaderamente importante”: los números. Hoy sabemos que esa separación es absurda.

 

La felicidad —o su ausencia— tiene consecuencias directas sobre la productividad, la rotación, el absentismo y la innovación. No es un tema blando, es un indicador estratégico. Las empresas que lo comprenden lo miden, lo gestionan y lo integran en su toma de decisiones. Las que no, siguen creyendo que es un asunto de carácter, no de estructura.

 

Pero la felicidad también puede manipularse, y aquí es donde surgen los riesgos. El discurso del bienestar se ha utilizado en ocasiones como maquillaje para ocultar la precariedad o exceso de presión. Un cartel con la palabra “felicidad” no compensa jornadas interminables ni culturas de miedo. La incoherencia acaba saliendo a la superficie, y cuando lo hace, destruye la confianza a un ritmo difícil de revertir. Por eso, hablar de felicidad exige valentía: obliga a revisar procesos, a corregir prácticas injustas, a asumir errores y a tomar decisiones incómodas.

 

Las relaciones humanas dentro del trabajo es un factor que habitualmente se subestima. Los vínculos con compañeros y líderes pesan más en el bienestar que el salario. No es casualidad que muchas personas renuncien a empleos bien pagados por climas laborales insostenibles. La atmósfera emocional de una organización determina si sus profesionales llegan cada mañana con deseo o con resignación. Y esa atmósfera no depende del mobiliario ni de las instalaciones, sino de la confianza, la escucha y el reconocimiento real.

 

La felicidad en el trabajo está íntimamente ligada al propósito. No un propósito abstracto, sino uno tangible, que se note en las decisiones diarias. Las personas no buscan únicamente sentirse bien; buscan sentir que lo que hacen importa. La plenitud aparece cuando el trabajo se alinea con valores personales y cuando la empresa demuestra que sus valores no se evaporan cuando llega la presión. Ese es el examen que distingue a las organizaciones con cultura sólida de las que solo tienen discurso.

 

Una idea que considero especialmente valiosa es la del equilibrio entre bienestar individual y bienestar colectivo. No existe una felicidad sostenible si cada uno mira únicamente por lo suyo. Cuando el éxito de uno depende del fracaso del otro, se erosiona el clima emocional y se pierde la cohesión. Por el contrario, cuando se entiende que ayudar a los demás también impulsa el propio avance, se crea una energía colectiva que fortalece la competitividad. Esta lógica, que a algunos puede sonar filosófica, es profundamente práctica: los equipos que colaboran rinden más que los equipos que compiten internamente por parcelas de poder.

 

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Por eso la felicidad no puede ser un proyecto individual, sino organizacional. Debe apoyarse en una cultura que confíe en las personas, que permita discrepar, que no penalice el error honesto, que reconozca el esfuerzo y que otorgue autonomía real. Exige líderes que practiquen lo que predican, que sepan escuchar, que entiendan que dirigir no es controlar, sino crear condiciones para que otros brillen. Exige también coherencia, porque no hay felicidad posible si lo que se anuncia desde la dirección contradice lo que se vive en el día a día.

 

Y, sobre todo, exige medir. Porque lo que no se mide acaba convirtiéndose en un eslogan. El bienestar debe evaluarse, analizarse y mejorarse como cualquier otro indicador estratégico. No para convertir la felicidad en un KPI frío, sino para garantizar que no se quede en una intención vacía.

 

La felicidad organizacional es mucho más que un estado emocional; es una decisión estructural. Es la convicción de que las personas no son un coste, sino el origen de todos los resultados. Es comprender que, cuando se cuida a quienes sostienen la empresa, la empresa se vuelve más fuerte, más resiliente y más preparada para competir en un entorno incierto.

 

La pregunta que deberían hacerse los líderes no es si pueden permitirse invertir en felicidad, sino qué coste están pagando por no hacerlo. Porque la felicidad no es una utopía empresarial sino un requisito para sobrevivir con solvencia en un mercado donde el talento tiene opciones y donde la cultura pesa más que nunca.

 

Y al final, la reflexión es sencilla: cuando una persona se siente valorada, conectada y escuchada, trabaja mejor. No porque se lo pidan, sino porque quiere. Y ese “querer” es la ventaja competitiva más difícil de copiar.

 

Linkedin: Lucio Fernández

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