Martes, 23 de Diciembre de 2025
Diario de Economía de la Región de Murcia
OPINIÓNEl valor de parar
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Lucio Fernández

El valor de parar

 

Vivimos tiempos en los que la urgencia se ha convertido en una forma de vida. Lo inmediato ha desplazado a lo importante y la prisa se ha normalizado hasta el punto de confundirse con compromiso. Decimos que no tenemos tiempo como si fuera una medalla al mérito, cuando en realidad suele ser una señal de alarma. Porque cuando no hay tiempo para pensar, para conversar, para cuestionar, lo que se pierde no es eficiencia, sino profundidad.

 

Las organizaciones no son ajenas a esta lógica. Todo es para ayer. Las agendas se llenan, las reuniones se encadenan, los correos no se detienen y los proyectos se lanzan antes de estar maduros. Se corre mucho, pero no siempre se avanza. El problema aparece cuando la urgencia deja de ser una excepción y se convierte en el sistema operativo de la empresa. Cuando eso ocurre, la organización entra en una dinámica de reacción permanente que termina pasando factura.

 

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Cuando todo es urgente, nada es verdaderamente importante. La urgencia constante desordena las prioridades, fragmenta la atención y empuja a decidir desde la presión, no desde el criterio. Los datos confirman que la mayoría de los directivos reconoce dedicar la mayor parte de su tiempo a resolver lo inmediato, dejando el pensamiento estratégico reducido a un espacio residual. Y una organización que no piensa, solo reacciona. Apagafuegos, pero no evita incendios.

 

Esta forma de funcionar genera una cultura del cansancio. Mucho movimiento, poca claridad. Mucha actividad, poco sentido. Se confunde productividad con ocupación y compromiso con agotamiento. Las personas viven con la sensación permanente de no llegar, de ir siempre tarde, de que el día nunca es suficiente. Y ese estado sostenido de tensión tiene consecuencias claras en el rendimiento, en la salud emocional y en la calidad de las relaciones.

 

El burnout no surge únicamente por exceso de trabajo, sino por la pérdida de control y de significado. Cuando las personas no entienden por qué hacen lo que hacen, cuando sienten que todo es urgente pero nada es importante, el desgaste es inevitable. La urgencia constante no solo quema a los equipos, también empobrece las decisiones.

 

La urgencia, además, actúa como una forma sofisticada de evasión. Es más fácil responder rápido que pensar despacio. Más cómodo actuar que cuestionar. Más sencillo apagar el problema visible que revisar el sistema que lo genera. La prisa evita el conflicto, evita la reflexión incómoda y evita las conversaciones que exigen presencia y profundidad. Pero lo que se evita hoy, se paga mañana.

 

El liderazgo sufre especialmente en este contexto. Un líder que vive corriendo deja de estar realmente presente. No porque no quiera, sino porque no puede. Su atención está dividida, su escucha se debilita y su conexión con las personas se vuelve superficial. Está físicamente en las reuniones, pero mentalmente en la siguiente. Y sin presencia no hay liderazgo, solo gestión mecánica.

 

Liderar no es acelerar, es marcar el ritmo. No es sumar tareas, es crear espacio. Espacio para pensar, para debatir, para aprender, para decidir con sentido. El liderazgo necesita tiempo, igual que lo necesitan las ideas, los equipos y las culturas. Todo lo que importa de verdad requiere pausa.

 

Las organizaciones funcionan de forma muy parecida a los procesos humanos. Cuando todo se cocina a presión, el resultado puede ser rápido, pero carece de profundidad. Cuando se permite que las cosas maduren, aparecen los matices, la coherencia y el aprendizaje. El trabajo a fuego lento no es una pérdida de tiempo, es una inversión en calidad.

 

Muchas culturas organizativas se deterioran precisamente por la falta de pausa. Al principio no se nota. Los resultados llegan, los indicadores acompañan, la maquinaria parece funcionar. Pero poco a poco se apagan señales que no siempre se miden: la ilusión, la creatividad, la confianza. Las conversaciones se vuelven defensivas, el error se esconde y el silencio ocupa el lugar del debate. La cultura se enferma sin hacer ruido.ç

 

La cultura, como el aire, no se ve, pero se respira. Cuando ese aire está contaminado por la prisa, la incoherencia y la falta de escucha, las personas se adaptan durante un tiempo, pero terminan desconectándose. Aumenta la rotación, se debilita el compromiso y se instala el cinismo. No porque falte talento, sino porque falta sentido.

 

Gran parte de ese deterioro no viene de grandes decisiones equivocadas, sino de pequeñas incoherencias sostenidas en el tiempo. Decir que las personas son importantes, pero no tener tiempo para ellas. Hablar de valores, pero premiar únicamente resultados. Defender la escucha, pero vivir permanentemente acelerados. Cada una de esas contradicciones erosiona la confianza. Y sin confianza, no hay cultura que se sostenga.

 

En este contexto, decidir con propósito se convierte en un acto de liderazgo consciente. Decidir con propósito no es decidir despacio por sistema, sino decidir desde el para qué. Es recordar la razón de ser de la organización y alinear las decisiones con ella, incluso cuando la presión empuja en otra dirección. Es entender que no todo lo que se puede hacer debe hacerse, y que decir no también es una forma de liderar.

 

Las decisiones tomadas desde el propósito suelen ser menos inmediatas, pero más sólidas. No buscan solo resolver el problema del día, sino construir el futuro. Y aunque a corto plazo pueden parecer arriesgadas o impopulares, a medio y largo plazo generan cohesión, compromiso y reputación.

 

La calma juega aquí un papel central. No como ausencia de acción, sino como calidad en la acción. La calma permite ver lo que el ruido oculta. Ordena las prioridades, reduce errores y mejora la claridad. Los equipos liderados desde la serenidad trabajan mejor no porque se les exija menos, sino porque se sienten más seguros. Y la seguridad es el terreno fértil donde crece el talento.

 

Mantener la calma en un entorno acelerado no es fácil. Requiere entrenamiento, autoconocimiento y valentía. Valentía para no dejarse arrastrar por la urgencia ajena. Valentía para sostener silencios. Valentía para pensar cuando otros solo reaccionan. Pero esa valentía es, hoy, una de las competencias más valiosas del liderazgo.

 

El liderazgo del presente y del futuro no será el del más rápido, sino el del más consciente. No el del que más ocupa la agenda, sino el del que protege lo importante. No el del que decide más, sino el del que decide mejor. Porque al final, liderar no consiste en hacer que las cosas pasen deprisa, sino en hacer que pasen con sentido.

 

 

 

Quizá haya llegado el momento de devolverle prestigio a la pausa. De reconciliarnos con el tiempo. De entender que detenerse también es avanzar, que reflexionar también es producir y que escuchar también es decidir. Porque en un mundo saturado de ruido, los líderes que piensan con calma son los que terminan marcando la diferencia.

 

Porque la calma no es el final del viaje, es el camino. Es el ritmo natural del liderazgo que ha entendido que el éxito no se mide en velocidad, sino en impacto. Que la serenidad no es ausencia de acción, sino calidad en la acción.

 

La calma apuesta por la profundidad. En una sociedad que teme detenerse, la calma enseña a avanzar con sentido.

 

Quizás, ahora que finaliza un año sea el momento idóneo para pensar cuál va a ser tu objetivo en 2026, si estás dispuesto a dirigir con calma, serenidad, reflexión o, por el contrario, sigues subido a esa maldita ola de la urgencia, la impulsividad, el desconcierto y las decisiones rápidas.

 

Mientras el mundo siga corriendo, los líderes que aprendan a caminar despacio serán los que más lejos lleguen. Es tu decisión, de nadie más.

 

Linkedin: Lucio Fernández

 

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