Sábado, 25 de Octubre de 2025
Diario de Economía de la Región de Murcia
OPINIÓNEl sepulturero matagatos
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Alberto Castillo

El sepulturero matagatos

 

En la primera mitad del siglo XIX, Murcia, sufrió una de las peores epidemias que ha padecido a lo largo de su historia. La del cólera de 1834 causó numerosas bajas entre la población y dejo sumida en la ruina a toda la provincia. La epidemia se había declarado en España un año antes, en 1833, con unos primeros casos detectados en Ayamonte. De ahí se tienen noticias que pasó a la zona de Extremadura: Olivenza, Badajoz, Cáceres y ya, más tarde, las muertes por cólera se contabilizaron en Huelva, Sevilla, Cádiz, Málaga etc. A nuestra tierra llegó, concretamente, un año después en el mes de junio.

 

Curiosamente las primeras víctimas mortales en Murcia fueron una mujer que presenciaba la procesión del Corpus y la de un soldado de Cartagena que en unión de su Batallón cubría la llamada 'carrera' de la procesión eucarística. Ambos fallecieron en la calle en día tan señalado.

 

Fue tal la virulencia de la epidemia que, el día 28 de ese mes dieron comienzo las funciones eucarísticas y las procesiones de rogativas para pedir la intercesión divina. El manto de la Virgen de la Fuensanta se colocó en la torre de la catedral para conjurar la enfermedad. El de la Virgen del Carmen también fue colocado en su iglesia y lo mismo se hizo con el de la Virgen de los Remedios en la iglesia de la Merced. El día 5 de julio se decidió sacar en procesión de rogativa la imagen de Nuestro Padre Jesús Nazareno titular de la Cofradía del mismo nombre. Como todo esto no surtía efecto el domingo día 9, el obispo, ofició una solemne misa en la catedral concelebrada por gran número de sacerdotes de la Diócesis de Cartagena y por la tarde, la ciudad, quedó paralizada con una magna procesión de rogativa con las imágenes de San Roque, San Antonio, San Sebastián, el arca con las reliquias de San Fulgencio y Santa Florentina, la Virgen de la Fuensanta (que había sido traída a la Catedral con el fin de que los murcianos la tuvieran presente durante la epidemia) y la venerada imagen de Nuestro Padre Jesús Nazareno.

 

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De nada sirvió todo el ritual eclesiástico y devocional pues el cólera seguía causando estragos entre la población. Hablan las crónicas que la ciudad quedó despoblada y solo sacerdotes, justicias y autoridades quedaron en ella para lo que fuera necesario hacer. El pueblo huyó en desbandada general buscando cobijo en otras tierras, pueblos y localidades donde se pensaba que la incidencia de la epidemia era menor.  Pero las muertes no cesaban. El día más triste y luctuoso fue, precisamente, el 16 de julio festividad de la Virgen del Carmen. En esa jornada falleció el Corregidor de la ciudad José Enjuto. El canónigo Jesualdo Aguado responsable, por designación del Obispo, de toda la liturgia durante la epidemia y además se contabilizaron trescientas personas fallecidas solamente en ese día.

 

Se improvisaron hospitales en casas particulares, como fue el caso de la conocida como 'Torre del Deán', Palacio de los Riquelme o el del Marqués de Espinardo. La epidemia, así mismo, trajo la ruina económica a miles de familias y ahí estuvieron personas como José Zarandona y Prieto, Diego Melgarejo o Antonio Fontes Abad que ordenaron repartir diariamente veinte fanegas de trigo entre la población o incluso elaborar grandes ollas con caldo y comida que daban a todos los que demandaban ayuda.

 

Si bien no hay una estadística fiable, hecha en la época, si tenemos noticia de los fallecimientos en las actas capitulares y en las del Concejo que contabilizan diez y doce mil muertos, respectivamente, por efectos del temido cólera.

 

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La epidemia tuvo un mayor contagio en toda nuestra zona pues, los justicias, tuvieron que perseguir a muchos que arrojaban los cadáveres de sus familiares al cauce del Segura e incluso en las acequias al objeto, pensaban, que el río los llevaría cauce abajo hacia Guardamar y que se perderían en el mar con lo cual el riesgo de contagio sería menor. Es cierto, también, que no quedaron lugares de enterramiento e incluso se utilizaron las tierras arrendadas para dar sepultura a los difuntos.

 

En aquellos años el gran cementerio de la ciudad era el de la 'Puerta de Orihuela' pues había otro más pequeño ubicado al final del Malecón en el caserío de La Albatalía. El cementerio grande, el de Puerta de Orihuela, estaba situado donde hoy se levanta el conocido “Polígono de la Paz”.

 

En la Puerta de Orihuela

no quiero niña vivir,

qué el ver pasar tantos muertos

es una pena sin fin

(del cancionero popular murciano recopilación de José Martínez Tornel para su “Diario de Murcia”)

 

Los murcianos del XIX luchaban afanosamente contra la epidemia pero no lograban acabar con ella. Al contrario. Un remedio, que se pensaba, podía ser un buen medicamento para frenar la virulencia de la enfermedad fue “la leche de pepino hervida”. Lógicamente aquel remedio huertano y casero no surtió efecto alguno y pese a que muchos lo tomaban, aquel brebaje, no sirvió para nada.

 

Y aquí, en esta época de desolación que Murcia padecía, es donde aparece la figura del sepulturero mayor apodado 'El Matagatos'. Este personaje, sin escrúpulos, se aprovechaba del desconcierto de la población y del desorden a la hora de los enterramientos para saquear, literalmente, todos los cadáveres sin importarle a lo que parece que, estos, estuvieran infectados por la enfermedad. Era tal el número de cuerpos que llegaban diariamente al cementerio que quedaban amontonados en espera de sepultura a lo largo de toda la jornada. Por la noche, el Matagatos, aprovechando su cargo de sepulturero mayor entraba en el recinto donde esperaban apilados los cadáveres y los despojaba de aquellas ropas que todavía eran útiles, así como también de anillos, pendientes, collares, cadenas o cualquier alhaja que llevaran encima.

 

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Pero estos robos fueron descubiertos y el Matagatos fue conducido a prisión. Los justicias quemaron todo el botín confiscado, sus pertenencias personales y hasta su propia casa en el cementerio ya que pensaron estaría infectada con los enseres de tantos cadáveres. Curiosamente este hombre jamás se contagió. Se celebró un juicio rápido, no estaban las cosas para perder el tiempo, y se le condenó a treinta años de presidio. Dada su edad, este siniestro personaje, murió en la cárcel privado de libertad. Ha pasado a la historia de la ciudad como uno de los mayores saqueadores de tumbas y cadáveres qué ha habido nunca.

 

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