La monita de Marín
Hace unas semanas estuve en Costa Rica. Un país de una belleza exuberante, su flora y fauna es excepcional y sus gentes amables con el visitante y honradas en su día a día.
Podría contaros muchos momentos diferentes que he vivido en mi escasa estancia en ese país hermano, pero de todos ellos elegiré uno porque, para mí fue el más especial. La finalidad, debo decir para no engañaros, que es doble, por un lado quiero recordarlo para mí y atraparlo en este escrito y por otro, desde luego, compartirlo con quien lea este artículo.
Resulta que mi mujer y yo teníamos contratada una excursión denominada 'Puentes colgantes', en las inmediaciones del volcán Arenal. Este volcán situado a unos 8 kilómetros del pueblo de La Fortuna es excepcionalmente bello y su forma cónica se alza majestuosa dejando atrás la abundante vegetación. El vapor de agua que exhala de su cráter nos recuerda que lo bello también puede ser peligroso, no en vano en 1968 causó la muerte de 87 personas y arrasó el pueblo que se ubicaba en sus faldas.
La excursión consistía en adentrarnos en la jungla que arropa el volcán y bañarnos en una cascada preciosa denominada (como el pueblo) 'La Fortuna'.
Para aquella aventura contábamos con el conductor Jonatan y el guía Martín a quienes nos unimos nosotros y una argentina muy dulce llamada Cecilia.
En cuanto nos adentramos en la espesura no tardamos en admirar las plantas y los animales del lugar. Los árboles eran imponentes, sobre unos crecían otros en una eterna lucha por alcanzar la luz. Los animales eran de lo más variopinto, lo mismo veíamos un insecto palo que un colibrí, una víbora que un mono aullador.
Conforme continuamos nuestro camino nos iba embargando una sensación de pertenencia a algo superior. Allí, en mitad de la naturaleza dejaban de tener sentido los mil y un problemas diarios que de forma artificial, aunque real, inundan nuestro día a día en las ciudades. En aquellos momentos, en los que compartes el hábitat con miles de animales y plantas te sientes uno más entre iguales, y lo único realmente importante es estar vivo. Por un instante, en tu mente se abre la ilusión de una vida alejada del mundanal ruido confundido con tanta belleza que impacta tus sentidos.
Pero, como digo, lo bello también puede ser peligroso, incluso cruel y tras observar embelesados un grupo de monos aulladores saltando de árbol en árbol con algunos bebés abrazados al cuerpo de sus madres, Martín nos contó una historia.
Hace unos años, antes de la pandemia, -nos narraba- hacía de guía para unos visitantes que habían elegido conocer la jungla mediante un paseo en canoa. Llegado un momento dejamos de remar para contemplar una manada de monos aulladores. Entre ellos había una bebé que curiosa se alejaba del grupo para observarnos más de cerca. La turista que viajaba conmigo estaba emocionada. Había realizado el viaje con la esperanza de ver monos y ahora tenía una bebé aulladora a escasos metros de distancia. La felicidad de la mujer se apreciaba en su rostro. Era la primera vez que veía monos en estado salvaje y comentaba que la sola visión de aquella monita merecía la pena.
De repente, una manada de monos cariblancos, también denominados capuchinos, llegaron al lugar y los aulladores retrocedieron. He de aclarar que al contrario que los segundos, los cariblancos son omnívoros y comen también monos pequeños de otras especies.
Con una habilidad innata y de forma coordinada, los cariblancos lograron aislar a la pequeña y fueron aproximándose a ella con evidentes intenciones. En un abrir y cerrar de ojos, la monita estaba rodeada y sin escapatoria. Sin lugar a dudas, íbamos a ser testigos del lado cruel de la naturaleza, el matar para vivir, el enigma eterno de que la muerte engendra vida y que la una no se explica sin la otra.
Cuando ya estaba todo perdido para la aulladora y era cuestión de segundos que fuera devorada, la pequeña en un intento agónico por seguir viva saltó al río prefiriendo el ahogamiento como final.
La mona, debido a su corta edad (con son más grandes aprenden) no sabía nadar y tras la zambullida se paró el tiempo. Los cariblancos desaparecieron y el silencio fue roto por las lágrimas sin consuelo de la turista quien había sido testigo involuntario de la tragedia. Un ejemplo de la fragilidad de la belleza, de cómo un momento bello puede tornarse en segundos en desolación.
En esa situación -nos narró Martín- supe que tenía que hacer algo y contraviniendo las instrucciones de mi profesión de no interferir en el curso de la naturaleza, (en algunas ocasiones otras especies también ayudan a las más débiles) salté al río y en el lugar de la caída de la pequeña sumergí mi brazo buscando desesperadamente la esperanza. A los pocos segundos advertí como una manita se aferraba a mi antebrazo y del agua saqué a la bebé aulladora que se abrazaba a la vida. Las lágrimas de la turista se convirtieron en lágrimas de alegría y tras embadurnar a la monita de barro para que no fuera rechazada la vimos saltar de árbol en árbol hasta unirse a su manada.
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