Jueves, 11 de Septiembre de 2025
Diario de Economía de la Región de Murcia
OPINIÓNLa toma de la colina
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Gabriel Vivancos

La toma de la colina

 

Hace unos días fui a comprar ‘La casa de Bernarda Alba’ en mi librería favorita. Mi hijo la tiene de lectura obligatoria en el instituto y era una buena excusa para acercarme a una librería. Para mí, siempre es un privilegio acudir a cualquier espacio lleno de libros. El simple olor del papel me entusiasma, (desde luego, aquí no soy muy ecologista, porque el libro digital no me apasiona igual).

 

Fui a la librería de toda la vida, a la que regenta uno de los últimos de su profesión, un librero de los de antes, no un vendedor.

 

Cuando me aproximé al mostrador, una mujer, que a la misma vez estaba atendiendo el teléfono, me preguntó que deseaba y tras mi respuesta, me hizo la señal de que aguardara un momento. La dependienta estaba recabando datos sobre una edición de no sé qué libro, a una editorial. Yo esperaba sin prisa, pero de repente, Diego Marín, puro nervio, le dijo: “Venga, ¡decide!, que están esperando”, pero pese al comentario, terminó preguntándome a mí lo que necesitaba y yendo directamente al mostrador me puso el libro en la mano.

 

La anécdota me recordó otra que tiene muchos más años. Me la contó mi padre y como se suele decir es una historia de la ‘mili’.

 

[Img #6759]

 

Resulta que mi padre hizo las llamadas ‘milicias universitarias’ con el cargo de alférez. Me relató que un día de mucho frío en la sierra de Granada estaban de maniobras y cada alférez, al mando de sus hombres tenía que tomar una colina defendida por el supuesto enemigo. La toma de la posición era muy complicada y nadie sabía cómo abordarla. Los alféreces debatían la estrategia, pero siempre llegaban a la misma conclusión: aquello era un suicidio. Ellos no lo sabían, pero mientras debatían, el enemigo se acercaba sigilosamente y comenzaba a rodearlos.

 

Al poco, mi padre tomó una decisión: iría con sus hombres a tomar la colina costase lo que costase. Sin embargo, el resto de alféreces, se quedaron discutiendo el mejor modo de alcanzar el objetivo.

 

Tras varios minutos de subida y cuando estaban preparándose para atacar la cima, fueron descubiertos por el enemigo y tras una breve lucha, fueron aniquilados.

 

Cuando bajaron al campamento, el teniente reunió a los alféreces y a sus soldados y mandó firmes.

 

Mi padre, daba por descontado que se iba a llevar una buena bronca por haber llevado a sus hombres al exterminio y…no se equivocó. El teniente comenzó a gritar refiriéndose a mi padre por el apellido y entre otras lindezas, le dijo que era un inítil, que había llevado a su equipo a la aniquilación, que aquello había sido una carnicería, que no le había servido de nada la formación militar que había recibido y que lo peor que le podría pasar a un soldado era tenerlo como oficial. Cuando parecía que al teniente le iba a dar un infarto de la indignación, gritó a pleno pulmón. “pero…muy bien, ¡enhorabuena alférez Vivancos! porque al menos ha decidido, ha tomado una resolución, no como los cobardes del resto de alféreces, que han sido incapaces de mover a su tropa y que han sido masacrados sin disparar un tiro”. 

 

Aquella historia nos la relataba mi padre para hacernos ver la importancia de tomar decisiones en todos los ámbitos de nuestra vida, desde lo laboral a lo familiar o personal. Los errores forman parte de nuestra existencia y quizá el mayor error sea, precisamente, eso, no hacer nada.

 

Aunque a veces estemos un poco perdidos y no sepamos encontrar el camino, siempre habrá más posibilidades de hallarlo si nos movemos que si permanecemos estáticos. 

 

La reflexión es necesaria, analizar los pros y los contras nos ayuda a tomar la decisión correcta, pero no podemos olvidar que el no hacer nada es tanto como poner el futuro en manos de los demás o del destino.

 

Normalmente, los problemas no suelen desaparecer si no se enfrentan y nunca, por más que demos vueltas a la cabeza, vamos a asegurarnos alcanzar nuestras metas.

 

Por eso, yo al menos cuando me enfrento a un reto o a una dificultad, la estudio con detenimiento, pero me doy un tiempo para decidir y desde luego lo que nunca hago es quedarme inmóvil aguardando los acontecimientos.

 

Aquella enseñanza de mi padre (y muchas otras) la he tenido presente, como él, toda mi vida 

 

Al final, siempre me quedo con la plegaria de la serenidad de Reinhold Niebuhr “Señor, concédeme serenidad para aceptar todo aquello que no puedo cambiar, valor para cambiar lo que soy capaz de cambiar y sabiduría para entender la diferencia”, pero si se puede cambiar… a por ello, ya estás tardando.                    

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