Jueves, 11 de Septiembre de 2025
Diario de Economía de la Región de Murcia
OPINIÓNSolo a veces se puede prestar un libro
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Francisco Martínez Ruiz

Solo a veces se puede prestar un libro

 

Existen multitud de frases y dichos relativos a lo inconveniente que puede resultar prestar un libro: que si es tonto el que lo presta y más tonto el que lo devuelve; que si prestas pierdes el libro y el amigo; que si los libros, si son devueltos, ya no vuelven igual., etc.

 

A lo largo de mi ya dilatada vida he experimentado como sujeto activo o pasivo (prestamista o prestatario), algunas de las variables y derivadas que puede entrañar esa 'aparentemente sencillacuestión de prestar un libro o, lo que es peor, que te lo presten.

 

[Img #6825]Durante bastante tiempo no alcancé a poder precisar, y llegado es el día en que sigo sin poder hacerlo, si el libro 'El Asedio', de Arturo Pérez-Reverte”, era propiedad mía y lo había prestado a unos entrañables compañeros de trabajo o si por el contrario habían sido ellos, igual da si mancomunada o solidariamente, los que habían tenido esa deferencia conmigo. Hasta ese punto podía llegar la confusión, máxime cuando el ejemplar no aparecía por ningún lado.

 

El asunto pronto se convirtió en una pesadilla de reclamaciones al respecto, relativas a mi ilegítima posesión sobre la citada obra, mezcladas con otras reivindicaciones definitivamente desagradables sobre un digamos dibujo de inspiración guineana que aseguraban se había comprado en proindiviso, de un valor indeterminable, y que tampoco aparecía. Y que sigue sin aparecer.

 

Harto de todos estos vaivenes, me conjuré en no pedir ni prestar libro alguno más.

 

No obstante, por una cuestión reputacional que los lectores fácilmente comprenderán, debía salir nunca mejor dicho del asedio al que me sometían y resolver la pretensión de ambos. Y quería hacerlo con una amigable dosis de venganza.

 

A tal fin, les ofrecí en concepto de reparación un inicialmente delicioso libro de Lajos Zilahy con la sugerencia de que, para valorarlo adecuadamente, debían llegar hasta la última página.

 

La trama cuadraba bien, recordaba yo, para una convalecencia renal no grave en espera de litotricia o alternativamente alguna patología que presentara inestabilidad lábil, adecuadamente tratada por una temporada.

 

El libro en cuestión, en más de sus dos terceras partes, nos trasladaba con una minuciosidad claustrofóbica y en plena Selva Negra, las reflexiones que se le sucedían a un amigo sobre otro amigo mientras lo esperaba y al que pensaba decirle una serie de cosas. Todo esto frente a una chimenea y 400 páginas y pico.

 

La temática era recia. A ratos daban ganas de sustituir al personaje -provisionalmente-- y sentarse donde él estaba reflexionando, nada más que por que le diera un poco el aire, y al lector un descanso.

 

Como esperaba, tras sumergirse en la obra, ya no eran los mismos. De su anterior vigor dialéctico, sólo quedaban quejas calladas. De sus sonrisas sagaces, muecas. De su afán por la lectura, un escepticismo en mi opinión, irreversible. De El Asedio, ni el más mínimo recuerdo sobre su contenido o posesión. En el pecado llevaban la penitencia mis dos queridos amigos, tras los inmerecidos incidentes relativos a la obra de Pérez Reverte y al dibujo de inspiración guineana.

 

Sin embargo, cuestión distinta sucedió con un libro adquirido por mí –subrayo este extremo– y que presté a un conocido. El libro era de lectura grata, sobre un tema no muy conocido, y desde que lo vi en la cristalera de la librería, llamó mi atención. Se trataba de la vida –de novela sin duda– de Jacobo Fitz-James Stuart (Jacobo Alba), el padre de la ya fallecida duquesa de Alba, Cayetana, y escrito por Emilia Landaluce.

 

Hace creo diez años que se publicó, comentaba en un grupo con este conocido que el libro, con foto de portada del duque de Alba, magnífica al igual que sus zapatos de indudable factura Jermyn Street, me había parecido muy entretenido y muy bien escrito. De fácil digestión, y con el adecuado retrogusto al cerrar su última página. El conocido se interesó por el mismo y me ofrecí a prestárselo.

 

Y me llevé una muy agradable sorpresa.

 

Transcurrido no mucho tiempo me lo devolvió como mandan, o mandaban, los cánones: envuelto en papel plástico, con una tarjeta agradeciéndome la lectura del mismo y con elogios hacia el libro y la autora, Emilia Landaluce. Es decir, el libro volvió a mis manos mejorado, puesto que había sido leído con interés, tratado con delicadeza, y devuelto en un plazo razonable cumpliendo con las mínimas normas de educación que hacen más agradable la vida.

 

Por supuesto le dije que, por mi parte, estaría encantado de sugerir el prestarle otros que a él le llamaran la atención, circunstancia que no ha ocurrido.

 

Actualmente, estoy deseando prestar un libro. Y debiera hacerlo a aquellos dos amigos con los que, pelillos a la mar, mantuve el contencioso sobre El Asedio y el dibujo de inspiración guineana. Así, reviso semanalmente armarios y lejas para ver si encuentro uno que pueda no ser de su interés, aunque ellos no lo sepan.

 

Voy a probarme con una selección de Textos sobre el psicoanálisis, de Freud. Tardarán en devolvérmelo, afortunadamente. Y les vendrá bien.

 

N del A: Para mis amigos JB e IG

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