Un scroll para gobernarlos a todos, un scroll infinito para perdernos en las tinieblas
Imagina un anillo que no se coloca en el dedo, sino en la palma de tu mano. No brilla en dorado, sino en azul eléctrico. Y en vez de hacerte invisible, te roba horas de sueño, energía y concentración. Se llama scroll infinito y, como el anillo único, tiene un solo propósito: atarnos al brillo de la pantalla hasta que el amanecer nos sorprenda con ojeras que ni Gandalf podría disimular.
No exagero. El diseño de las redes sociales, con su capacidad de ofrecernos contenido inagotable con un simple movimiento del dedo, está calibrado para enganchar a nuestro cerebro. La Wikipedia lo define con crudeza: al eliminar señales naturales de finalización —como pasar de una página a otra— el usuario pierde la noción del tiempo y se mantiene atrapado en un ciclo que puede prolongarse indefinidamente. Es, literalmente, un mecanismo pensado para que nunca sepas cuándo parar. Y funciona.
Los psicólogos lo llaman zombie scrolling. Ese trance en el que navegamos sin rumbo, pasando de un video absurdo a otro todavía más absurdo, incapaces de recordar cómo empezamos ni por qué seguimos. Un informe de la American Psychological Association advierte que estas dinámicas son “particularmente riesgosas” para adolescentes y jóvenes, porque su cerebro aún en desarrollo es más vulnerable a la adicción. El mecanismo es el mismo que el de una tragaperras: recompensas aleatorias que disparan la dopamina. El resultado: cuanto más consumes, más quieres consumir, pero con menos satisfacción. La trampa perfecta.
La cultura digital ya le puso nombre: brain rot (escribí un artículo sobre esta “pandemia” hace unos meses). Oxford eligió en 2024 ese término como palabra del año para describir el deterioro cognitivo provocado por la exposición excesiva a contenido trivial. Las consecuencias van mucho más allá de unas horas perdidas. Estudios recientes muestran que esta dinámica reduce nuestra capacidad de concentración, aumenta la ansiedad y dispara la soledad. Entre los 18 y 25 años, los jóvenes pueden dedicar hasta tres horas diarias a este consumo irrelevante. Traducido: un mes y medio al año entregado al vacío.
Y lo peor llega de noche. Investigadores de la Universidad de Arizona han demostrado que una sola hora extra de pantalla en la cama recorta 24 minutos de sueño y eleva un 59 % el riesgo de insomnio. El cuerpo se acuesta, pero el cerebro se queda en guardia, estimulado como si hubiera bebido un café digital. Otro estudio señala que quienes practican doomscrolling tienen doce veces más probabilidades de sufrir problemas serios de salud mental y diez veces más de padecer síntomas físicos como fatiga, dolor de cabeza o digestiones pesadas. Lo digital no duerme, pero tú sí deberías.
Lo comprobé en carne propia. Hace unos meses decidí hacer un experimento. Me compré un reloj que medía la calidad del sueño y empecé a observar mis noches. El resultado fue tan brutal como deprimente: dormía de media apenas tres o cuatro horas reales, con solo una hora de sueño profundo. Estaba agotado, irritable y con los síntomas de mi síndrome de Arnold Chiari más presentes que nunca. Así que tomé una decisión radical: móvil apagado y guardado en un cajón a las ocho de la tarde. Nada de “último vistazo rápido” antes de dormir.
Os dejo las capturas del programa que usé con el reloj inteligente. Fijaros los días y la diferencia de calidad de sueño, hablamos de mejoras desde el primer día.
La primera noche pasé a 7 horas 47min horas de sueño. La segunda alcancé casi 8 horas. A partir de la tercera, el reloj marcaba de media ocho horas de descanso, con entre tres y cuatro de sueño profundo. Mis dolores mejoraron, mi energía dio un giro inesperado y, por primera vez en mucho tiempo, sentí que mi cuerpo funcionaba como debía. Fue casi mágico. Y sin embargo, como buen hobbit tentado por el anillo, volví a caer. Basta con esa mentira cotidiana de “solo un vistazo rápido” y el ciclo vuelve a empezar. Hoy escribo esto mientras arranco otra vez el experimento. Semana uno, móvil fuera del dormitorio. Veremos si vuelvo a recuperar mis noches.
La pregunta de fondo no es si el scroll infinito es malo per se. La tecnología no es un villano en sí misma; es una herramienta diseñada con un propósito. El problema aparece cuando ese propósito no coincide con nuestro bienestar, sino con maximizar el tiempo que pasamos conectados. La consecuencia es clara: menos horas de sueño, más ansiedad, menos capacidad de concentración y una vida vivida a medias.
¿Qué hacer entonces? No se trata de renunciar a la tecnología, sino de domesticarla. Una estrategia simple: fija una hora límite para apagar el móvil (yo elegí las 20 h, pero cualquier horario realista sirve). Deja el dispositivo en otra habitación y recupera un ritual nocturno analógico: leer un libro, escribir un diario, escuchar música tranquila. Si necesitas ayuda extra, existen apps como Forest (que bloquea el móvil mientras crece un árbol virtual) o RescueTime (que mide tu tiempo de pantalla). Y, sobre todo, recuerda que no hay scroll más infinito que la vida misma: conviene estar despiertos para no perdernos sus capítulos.
En definitiva, el scroll infinito es nuestro pequeño Sauron digital: invisible, persistente y dispuesto a gobernarnos a todos. La diferencia es que aquí no necesitamos un héroe con anillo ni una batalla épica en Mordor. Solo hace falta algo más sencillo y, quizá, más difícil: apagar el móvil a tiempo y concedernos el regalo de un sueño profundo. Yo ya he empezado mi nueva travesía. ¿Te animas a acompañarme?
Linkedin: Alejandro Garriga