Estúpidos y egoístas
Hace unos días visité las Cuevas del Drach. Allí, la música en directo iba a darnos un momento de disfrute y calma. Sin embargo, varios adultos, a priori civilizados, decidieron, en contra de las indicaciones del personal, que su Instagram o su Facebook eran más importantes, mucho más importante, que el respeto a lo que los rodeaba y a los demás.
No fueron uno ni dos, sino más de una docena de personas de todas las edades, algunas advertidas en varias ocasiones, las que pensaron que grabar su vídeo estaba por encima de cualquier cosa. Su egoísmo primaba sobre las normas del lugar, sobre que los demás a disfrutáramos del espectáculo y, por supuesto, sobre el respeto al trabajo de los músicos. Hemos cambiado la narrativa común por el prosaico egoísmo. No somos una sociedad. Somos individuos que comparten un espacio, cada uno en su propia burbuja, friccionando, mezquinos e indiferentes al resto.
Nuestra libertad debería terminar donde empieza la del resto. Una idea que sustentaba el contrato social, y que parece haberse disuelto en el individualismo extremo. La hemos pervertido, transformándola en un mantra vacío. Un pretexto para hacer lo que nos place sin consideración alguna hacia quienes nos rodean. El olvido, intencionado, de que nuestras acciones deben estar en armonía con las de los demás. Una sociedad de individualistas que solo miran por su interés está condenada a romperse, cuando no a algo peor, como tantas veces nos ha enseñado la Historia.
Esta desconexión del prójimo se hizo todavía más palpable cuando, al final del concierto, una niña pequeña comenzó a llorar, algo de lo más natural. Entonces, los mismos que no pudieron dejar sus móviles, que ignoraron advertencias y admoniciones, se dirigieron con desdén hacia la madre, increpándola en voz alta y exigiendo un silencio que ellos continuaban sin respetar. La imagen es tan triste que duele. No es solo una anécdota, es un síntoma de algo que va muy mal. Estamos pisoteando los valores básicos que permiten una sociedad justa y libre.
La libertad, triste es tener que recordarlo, no es la licencia para hacer lo que nos plazca. Exige la aceptación de normas comunes, un mínimo de autocontrol y de respeto mutuo. Ser libres es un delicado equilibrio que permite que todos, y no solo unos pocos, vivamos en paz, en igualdad de derechos y obligaciones.
Albert Camus decía que la verdadera generosidad con el futuro consiste en dárselo todo al presente. Y en mi opinión, nuestro presente requiere un esfuerzo consciente y constante para ser algo más que individuos. Nos exige, a gritos, ser ciudadanos, ser miembros de una comunidad y buscar el bien de la mayoría, incluso cuando no sea lo más conveniente para nosotros. Si no lo entendemos pronto, mucho me temo que el precio a pagar será más alto de lo que podamos imaginar.