Lluvia oblicua, agua asesina
Ya no hay calificativos para calificar lo incalificable
Seguimos tan conmocionados por la tragedia, que nos estamos quedando sin palabras, ya no hay calificativos para calificar lo incalificable. Pessoa siempre nostálgico en su sensible Lisboa llegó a llamar oblicua a la lluvia; en nuestra tierra reseca, los oblicuos somos nosotros. Oblicuos y obtusos. Mientras tanto, unos a otros se siguen echando la culpa y las competencias a la cabeza, o donde más duela. Y dónde más duele es en el corazón de las víctimas, que son multitud. La cifra se clava en el alma. Aunque habrá que exigir responsabilidades, caiga quien caiga, ahora lo único que debería preocupar y ocupar es atender a los muchísimos afectados por la peor catástrofe del siglo, acaecida en este país que aún queremos llamar España.
Nuestros compatriotas valencianos han hecho frente a la furia de un diluvio bíblico, con un arrojo y una entereza admirables. Pero todo tiene un límite, y el vaso de la paciencia empieza a desbordarse; ante la descoordinación general imperante en la gestión de la tragedia, la indignación de muchos ciudadanos se multiplica día a día. Sólo así se puede entender (que no comprender) el lamentabilísimo recibimiento al Rey en Paiporta este domingo, que soportó estoica y gallardamente la protesta de vecinos que ya no aguantan más. Sin embargo, nada puede justificar la violencia: a Sánchez, tuvo que sacarle su escolta de la localidad mientras un grupo de exaltados intentaba destrozar literalmente a palos la luna trasera del vehículo oficial.
Y llovió lodo en Paiporta. Un barro que arrojaron en abundancia a la comitiva real, y que nos embadurnaba también a los ciudadanos de cualquier rincón de este país desnortado. Todos sentimos ese barro, deslizándose poco a poco sobre nuestros rostros húmedos de lágrimas. También sentimos las amenazas y los golpes en nuestro interior.
La escena no la olvidaremos fácilmente: monarcas cubiertos de barro, una reina llorando, presidentes escondidos tras el paraguas real, más real que nunca; la envergadura del desastre había vuelto a empequeñecer a nuestros gobernantes. Las bolas de lodo arrojadas a las autoridades se alternaban con gritos desaforados contra Felipe VI, el presidente del Gobierno (“Pedro Sánchez, ¿dónde estás?”) y contra el president Mazón, al que ya se le exigía la dimisión. ¿Qué tempestad podría avecinarse tras esta gota fría, que colmó tantos vasos?
El paso de la comitiva real sufrió las iras de un pueblo exhausto. Los Reyes no se merecían tal castigo, ni mucho menos. Con una bizarría singular y extraordinaria, Felipe VI conversó a pecho descubierto (no como otros) con algunos de los manifestantes, que le contaron el drama que están viviendo. La ayuda se había hecho esperar en demasía, la coordinación había brillado por su ausencia, ‘no nos queda nada, no tenemos otro remedio que protestar’…, parecían decir esas caras desencajadas, ante la mirada apaciguadora del Rey.
La gota ya no es fría
En esta España nuestra, si no llueve es una tragedia, mas si lo hace es una catástrofe. Así se escribe nuestra Historia. Muchas decenas de muertos, muchísimas, incontables, se ha cobrado esta gota que antes conocíamos como fría, y ahora sólo puede llamarse asesina. Una gota que ha arrancado de cuajo la vida y las esperanzas a tantas personas, mientras ha dejado en la indigencia a muchos miles, y desoladamente perplejos al resto de españoles.
Afortunadamente, la Región ha esquivado, no se sabe cómo, los peores embates de su furia, e incluso ha resultado más benéfica que dañina. No obstante, nunca se puede descartar otro episodio que haga viejas mis palabras; ya que en nuestra tierra murciana bien sabemos de lo que es capaz el agua, para bien y para mal. Aunque duela admitirlo, con tantos muertos y desaparecidos a nuestro alrededor, ha sido beneficiosa para el sediento campo murciano.
Nuestros vecinos valencianos y albaceteños, en cambio, han recibido de lleno todo el furor de unas lluvias atroces, cuyas consecuencias todavía se están evaluando, y de las que tardaremos años en recuperarnos. Muchos años. Y de las que también habrá que determinar culpabilidades.
Europa entera se ha conmocionado al comprobar, como uno de los países más desarrollados del mundo, caía en el caos. Un caos que persiste todavía. Son muchas las preguntas a las que habrá que responder. No nos podemos parapetar en ‘la furia de los elementos’; por cierto, unos elementos muy conocidos, que habitualmente se desatan en otoño. Que a nadie sorprenden. Y menos en el Levante.
Ante una Naturaleza enfurecida, ¿qué se puede hacer…?, ¿o qué pueden y deben hacer quienes dirigen los designios de esta nación de naciones? En la era de la inteligencia artificial, ¿por cuánto tiempo más estaremos expuestos al furor de una de desatada Naturaleza? El cambio climático ya está aquí, e impone su poder destructivo. Nos sigue arrasando la más primigenia violencia natural.
¿De qué forma se podrían prevenir tamaños fenómenos que periódicamente sufrimos? O al menos conseguir paliar sus efectos más devastadores. De sobra sabemos que, tarde o temprano, los vamos a sufrir de manera inexorable. Lo sabemos.
Como sabemos lo que acontece después: tragedia, muerte, desolación… Cruel monotonía de lluvia tras los cristales… Llueve sobre mojado; y seguirá lloviendo.